¿DECIDES LO CORRECTO O LO CONVENIENTE?
Cuantas veces a la hora de tomar decisiones, de hacer un trabajo, de valorar lo
que debemos hacer, dudamos y nos acomodamos más al qué dirán, a lo que pensarán
los demás de mi persona, a las cosas que alegren el ego de los demás, a ser en
realidad nosotros mismos.
Vamos con otra propiedad que debe cumplir toda decisión y cuyo conocimiento nos
ayudará tomar decisiones eficaces.
A la hora de decidir hay que empezar considerando dónde está el bien, lo que es
lo correcto, antes que estimar lo aceptable o quién está en lo cierto. La razón
es que al final habrá que alcanzar un compromiso y si uno no conoce aquello que
satisface las especificaciones y condicionantes, no es posible distinguir entre
el compromiso adecuado y el equivocado.
En efecto hay dos tipos de compromisos. El primero caracterizado por la
expresión “más vale pan y ensalada que no comer nada”. El segundo se
corresponde con el juicio de Salomón y el reconocimiento de que quedarse con
medio hijo es peor que renunciar a tenerlo. En el primer caso se cumplen los
requisitos implícitos que condicionan la decisión (algo de comida, aunque
sencilla, nos sostiene en la vida) mientras que en el segundo caso no (quedarse
con medio niño es negarle la vida).
En el proceso de toma de decisiones, es inútil preocuparse por discernir
aquello que sería más aceptable, lo que no herirá susceptibilidades, para
tratar así de evitar enfrentamientos. Es una pérdida de tiempo: la mayoría de
las cosas por las que nos preocupamos nunca acaban teniendo lugar; y aquello
que desdeñábamos por insignificante de repente se vuelve un obstáculo
infranqueable.
De modo que a la hora de decidir, por norma, hemos de tener siempre en cuenta
lo importante, sin detenernos en considerar lo que parecería más admisible. O
de otro modo nunca tomaremos una decisión eficaz y mucho menos, correcta.
Nadie dijo que dirigir fuera cómodo…
Actuar correctamente no significa hacer lo que nos conviene. Estamos
presionados por las reglas sociales, las normas internas con las que hemos
funcionado desde la infancia y los criterios morales que han presidido nuestra
vida desde siempre. Nos cuesta mucho entrar en ellos. Nuestra infancia es un
camino tortuoso entre la normativa que la sociedad nos reclama y el deseo de libertad
y espontaneidad con el que nacemos. Y si parece que los primeros años de
escolarización logran aminorar estas actitudes, la adolescencia se vuelve a
presentar como un período indómito en el que de nuevo queremos afirmarnos
contra el resto. Pero la entrada en las pautas, reglamentaciones, modos y
maneras del grupo al que pertenecemos es imparable. Todo ello nos lleva a
mantener una idea de “corrección” que, a veces, supera lo que a nosotros mismos
nos interesa o nos conviene. Incluso también es cierto que lo que una época,
grupo o estamento establece como norma solamente es válido en un momento
histórico concreto porque estamos cansados de ver cómo todo cambia y lo que hoy
es punible y criticable, mañana es absolutamente valioso y aceptado.
Lo que nos conviene, aquello que sentimos en el interior que es el camino de
nuestra “corrección”, la norma que sale del corazón…es la que hay que seguir.
La sabiduría es un estado de conciencia al que se llega a fuerza de amar el
esfuerzo de vivir en coherencia con nosotros mismos. Hay que aplicar lo que uno
aprende a través del dolor, fundamentalmente, porque se aprende mucho más con
los errores y fracasos que con las alegrías y el bienestar. Hay que ser
inteligentes para gestionar la vida propia. Hay que poner el corazón para poder
vivirla con plenitud. Y a partir de ahí…poco importan las normas, de poco valen
las críticas y de menos aún, los prejuicios. Si uno está bien consigo mismo,
está seguro de no hacer daño intencionado a nadie y cree en aquello por lo que
lucha podemos asegurar que no habrá barreras que no puedan superarse, ni
caminos que no sean transitables, ni impedimentos que no se conviertan en
objetivos conquistables. A partir de ahí, estaremos con el mejor defensor de
nosotros mismos pero sobre todo, con la persona que más nos cuida y nos
protege, la que tiene al final de su brazo, la mejor ayuda.
Hacer lo correcto no siempre es fácil ni
conveniente, que hay que hacer entonces ante esta disyuntiva, pero haciendo lo
correcto tiene el mayor impacto en los demás como nos dispusimos a vivir un
ejemplo de nuestra fe en Dios.
Lo correcto y lo incorrecto forman una fuente común de disputa y lucha. Esto se
relaciona muy de cerca con los actos hostiles y ocultaciones y con la secuencia
del acto hostil-motivador.
El esfuerzo por tener razón es el último esfuerzo consciente de un individuo de
su extinción. “Yo tengo razón y ellos están equivocados” es el concepto más
bajo que puede formular una persona inconsciente.
Lo que es correcto y lo que es incorrecto no es necesariamente definible para
todo el mundo. Esto varía de acuerdo a los códigos morales y disciplinas
existentes, a pesar de que se les usaba como prueba de “cordura” en
jurisprudencia, no se basaban en hechos, sólo en la opinión.
Un acto hostil no es sólo dañar a alguien o a algo: un acto hostil es un acto
de omisión o comisión que hace el menor bien al menor número de personas o
áreas de la vida, o el mayor daño al mayor número de personas o áreas de la
vida. Esto incluiría la propia familia, el grupo o equipo propio y la humanidad
como un todo.
Por lo tanto, una acción incorrecta lo es, al grado en que daña al mayor
número. Una acción correcta lo es, al grado en que beneficia al mayor número.
Muchas personas piensan que una acción es un acto hostil sólo porque es
destructiva. Para ellas, todas las acciones u omisiones destructivas son actos
hostiles. Esto no es verdad. Para que un acto de comisión u omisión sea un acto
hostil, debe dañar al mayor número de personas y áreas de la vida. Por lo
tanto, no destruir algo podría ser un acto hostil. Ayudar a algo que dañara al
mayor número, también puede ser un acto hostil.
Un acto hostil es algo que daña ampliamente.
Un acto benéfico es algo que ayuda en general. Puede ser un acto benéfico dañar
algo que pudiera ser dañino para muchas personas y áreas de la vida.
Dañar a todo o ayudar a todo pueden ser, de la misma manera, actos hostiles.
Ayudar a ciertas cosas y dañar a otras, pueden ser por igual, actos benéficos.
La idea de no dañar nada y ayudar a todo es también bastante demente. Es
cuestionable pensar que ayudar a los que esclavizan es una acción benéfica y es
igualmente cuestionable considerar que la destrucción de una enfermedad es un
acto hostil.
En lo relativo a tener razón o estar equivocado, pueden desarrollarse muchos
pensamientos confusos. No hay bien absoluto ni mal absoluto. Tener razón no
consiste en no estar dispuesto a dañar y estar equivocado no consiste sólo en
no dañar.
Hay cierta irracionalidad en “tener razón”
que no sólo descarta la validez de la prueba legal de la cordura, sino que
también explica por qué algunas personas hacen cosas muy incorrectas e insisten
en que están haciendo lo correcto.
La respuesta está en un impulso, innato en todos, de tratar de tener razón.
Esta es una insistencia que rápidamente se separa de la acción correcta y va
acompañada de un esfuerzo por hacer que los demás estén equivocados, como vemos
en las personas hipercríticas. Un ser que aparentemente está inconsciente, aún
sigue teniendo razón y haciendo que los demás estén equivocados: es la última
crítica.
Hemos visto a una “persona defensiva”
explicar las equivocaciones más descaradas. Esto también es una
“justificación”. La mayoría de las explicaciones de la conducta, no importa lo
inverosímiles que sean, parecen perfectamente correctas a la persona que las
da, ya que sólo está afirmando el hecho de que ella tiene razón y los demás
están equivocados.
Parece ser que los científicos que son irracionales no pueden desarrollar
muchas teorías. No lo hacen porque están más interesados en insistir en su
propia extraña corrección, que en encontrar a la verdad. Así, tenemos extrañas
“verdades científicas” de hombres que deberían tener mejores conocimientos. La
verdad la construyen los que tienen la generosidad y el equilibrio de ver
también dónde están equivocados.
Usted ha escuchado algunas disputas muy
absurdas entre la multitud. Dese cuenta de que el orador estaba más interesado
en afirmar su propia corrección, que en estar en lo correcto.
Un Tetuán (el ser espiritual, la persona
misma) trata de tener razón y lucha contra estar equivocado. Lo hace sin tomar
en cuenta si tiene razón en algo o hacer lo correcto en realidad. Es una
insistencia que no tiene ninguna relación con lo correcto de la conducta.
Uno siempre intenta tener razón hasta el último suspiro.
¿Cómo llega uno entonces a equivocarse alguna vez?
Es de este modo:
Alguien realiza una acción incorrecta, accidentalmente o por descuido. Lo
incorrecto de la acción o la inacción está entonces en conflicto con su
necesidad de tener razón. Así que puede continuar y repetir la acción
equivocada para probar que es correcta.
Este es un elemento fundamental de la
aberración (pensamiento o conducta irracional). Todas las acciones incorrectas
son el resultado de un error seguido de una insistencia de haber tenido razón.
En vez de corregir el error (lo que implicaría estar equivocado), uno insiste
en que el error era una acción correcta y por eso la repite.
Conforme un ser baja por la escala, es más y
más difícil que admita haberse equivocado. Mejor dicho: el admitirlo, bien
podría ser desastroso para lo que aún pudiera tener de capacidad y cordura.
El estar en lo correcto es el material de que está hecha la supervivencia. Esta
es la trampa de la que, aparentemente, el hombre no ha sido capaz de liberarse
a sí mismo: un acto hostil que se apila sobre otro, avivado con afirmaciones de
estar en lo correcto. Por fortuna, existe un camino de salida seguro de esta
telaraña.
Hacer lo correcto no es fácil. Si lo fuera, el mérito de hacerlo estaría más
extendido y muchos desórdenes no tendrían lugar. Todos podemos y debemos hacer
lo correcto, pero no todos estamos dispuestos a asumir las consecuencias que
ello trae consigo.
Y es que hacer lo correcto, siguiendo los dictados de la conciencia, puede
resultar antipático a mucha gente. Para quienes no desean corregir lo que está
mal, e incluso para aquellos que objetan el bien por desconocimiento, lo que se
hace en aras de corregir y limpiar puede parecer dañino, inoportuno o falso. Lo
conveniente en estos casos, sin embargo, es fortalecer la postura del orden,
aunque ello propicie especulaciones, tergiversaciones y hasta calumnias.
A veces, cuando se hace lo correcto, no queda más refugio ni más consuelo que
la certeza de estar haciendo lo correcto. Azota el vendaval de la
incomprensión, se desatan las olas del resentimiento, despliegan sus artes
maléficos los intereses creados, y nada más que la conciencia limpia mantiene
firmes las decisiones, porque queda, pese a todo, la íntima seguridad de estar
cumpliendo con el deber.
Hacer lo correcto está siempre al alcance de todos. Sin importar dónde estemos
o qué actividades desempeñemos, no habrá día que pase de largo sin habernos
dado alguna oportunidad de hacer el bien. Y aprovechar esa oportunidad, cuando
se presenta, es la forma en que agradecemos el don de la conciencia.
¡Qué duro es, para quien se sabe culpable,
combatir las recriminaciones de la conciencia! Incluso si llegase a engañar a
todos, presentándose como víctima, ¡qué fuerte resonarán en su cabeza esas
verdades que no es capaz de admitir frente al mundo!
Por el contrario, la paz interior que
experimenta quien está seguro de haber actuado con nobleza de intención no
tiene cálculo ni precio. Duele verse sometido a la incomprensión, desde luego,
pero se sabe que esa incomprensión nunca va a ser más dolorosa que experimentar
las reprensiones morales de una conciencia en llamas.
Cuando se hace algo para mejorar las cosas o
incluso sólo para que no empeoren, nada es tan valioso como la certeza de
saberse limpio. Las lenguas viperinas no tardarán en tomar la palestra, pero
jamás conseguirán que lo incorrecto deje de serlo.
“La paciencia todo lo alcanza”, solía decirse
a sí misma la gran reformadora de las carmelitas, Teresa de Ávila, cuando se
lanzaban contra ella las peores injurias y se manchaba su reputación con
hirientes difamaciones. Y ser paciente significa hacer el esfuerzo supremo de
comprender que todo cambio, por bueno que sea, genera resistencias. De mala fe
o no, resistirse al cambio, al orden, a la ley, a la responsabilidad, hará que
algunos profieran chismes y otros ataquen con vileza.
¿Qué puede hacerse entonces sino ejercitar la
comprensión? ¿Qué se gana respondiendo con acusaciones a los acusadores?
Y como hacer lo correcto implica asumir riesgos, tampoco faltarán motivos para
evitar complicaciones y dejar que las cosas sigan igual. Incluso habrá quien
tentadoramente aconseje: “No te metas en líos. Nadie va a agradecerte por lo
que estás haciendo”.
En esos momentos, sin embargo, es conveniente sobreponerse a la comodidad. Tal
vez nadie lo agradezca y quizá la reputación sólo sea una parte de lo mucho que
se arriesgue, pero el insobornable tribunal de la conciencia terminará dando su
veredicto, y esa absolución vale más que todas las reputaciones y todos los
agradecimientos humanos.