LA DISCIPLINA DE LA LINEA
El
modus operandi del Partido Revolucionario Institucional, que Lorenzo Meyer
describe como “el partido que no es partido, sino lo es todo”, durante
su historia de fundación (4 de marzo de 1929) y sus cambios de nombre (Partido Nacional
Revolucionario, 1929) (Partido de la Revolución Mexicana, 1938) y (PRI, desde
1946), hasta nuestros días se explica por el tradicional mecanismo de la línea,
que no siendo ilegal ni tampoco ilegítima en varias democracias, arroja una
sombra de sospecha en el ambiente mexicano, dadas las condiciones en que ha
operado esa tradición en la época hegemónica del PRI.
La
línea puede considerarse como un elemento que contribuye a generar la
disciplina de partido en cualquier parte del mundo, y que opera bajo diversas
modalidades en casi todos los partidos, incluyendo los más democráticos. Para
operar eficazmente, los partidos democráticos se ven obligados a combinar la
autonomía de sus miembros y legisladores
con la disciplina de partido –sin la cual se pierde eficacia
legislativa, e incluso gobernalidad-. Los partidos construyen mecanismos para
que, en ciertas circunstancias, sus miembros y parlamentarios asuman una
decisión tomada en la cúpula, de modo de darle consistencia y fuerza,
presumiblemente en beneficio del partido y de los miembros que lo componen.
De
ahí la legendaria figura del “whiper” -el que lleva el látigo- en los
parlamentos de varios países, encargados de reunir a los miembros de su
respectiva bancada, para que no falten a una sesión importante y voten en
cierto sentido (a favor, en contra o absteniéndose). El “whiper” era,
según Max Weber: “el personaje político profesional más importante de
la organización del partido”. La disciplina es pues un elemento
imprescindible de la vida de los partidos políticos, incluyendo los más
democráticos. Pero la disciplina no sólo es aplicable a los legisladores; con
el tiempo, se hizo también importante respecto de las bases militantes, tanto
para campañas de movilización política como para fines estrictamente
electorales y, eventualmente, para la contienda interna entre corrientes y
candidatos.
Dice
Weber que en Inglaterra en 1868: “Para conseguir la adhesión de las masas
era necesario crear un aparato enorme de asociaciones de aspecto democrático,
constituir en cada barrio urbano un cuartel electoral, mantener el aparato
constantemente en marcha y burocratizarlo todo vigorosamente... El resultado
fue una centralización de todo el poder en manos de pocas personas y,
finalmente, de la única que figuraba a la cabeza del partido”. Pero dicha obediencia no era resultado de
mecanismos coercitivos como ocurrió después en los partidos totalitarios, sino
esencialmente consecuencia de la convicción mayoritaria de que la unidad en
torno de la cúpula partidaria arrojaría mejores dividendos políticos al partido
mismo y a sus miembros. Este esquema ha funcionado en varios países
democráticos, pero más concretamente en México (con el PRI).
Robert
Michels, autor clásico sobre los partidos políticos modernos, atribuía la
eficacia de la línea a la falta de preparación y motivación de las masas
–o de las bases- para tomar iniciativas, y su propensión a dejar en los líderes
esa tarea, para adherirse a las decisiones que caen en cascada de arriba a
abajo por la jerarquía partidista: “La tendencia –dice Michels- se manifiesta en los
partidos políticos de todos los países”. En México, ese fenómeno se
ha visto predominantemente en el PRI, desde luego, pero no sólo en él. Los
partidos de oposición, en mayor o menor medida, presentan también ese esquema
de línea espontánea y racional, surgido de la adhesión voluntaria y no de
presiones coercitivas. Ello podría explicar los arrolladores triunfos del PRI
en las décadas anteriores, donde ganaba el noventa por ciento o más de las posiciones
políticas en juego, se llevaban lo que dicen “carro completo, hasta el
segundo lustro de los ochenta (1989), en que por fin la oposición (PAN) ganó la
gubernatura de Baja California (Ernesto Rufo Appel).
El
problema empieza cuando un partido recurre precisamente a la coerción para
obligar a sus miembros a comportarse políticamente de acuerdo a las necesidades
de los líderes, sin importar la convicción de las bases. Ese es parte del
problema de la línea en partidos monopólicos (hegemónicos). Acatar la línea
representa en tales casos una forma de sobrevivir en un partido o sindicato,
más allá de las propias convicciones ideológicas o programáticas. Y es
justamente eso lo que da a los dirigentes de este tipo de partidos un mecanismo
de control que rebasa con mucho el que puedan tener sus homólogos de partidos
que operan en un ambiente más competitivo.
Dentro
de la tradición priísta, la línea se configuró también a partir de la condición
monopólica del PRI, que no dejaba a sus miembros otra opción que cumplirla, a
riesgo de recibir una fuerte sanción o de ser expulsado del único organismo que
podía prodigar beneficios políticos significativos. Desde luego, no se trata de
un producto posrevolucionario, sino que viene al menos de la época porfirista.
Francisco Bulnes, un prestigiado intelectual del porfirismo, hacía referencia a
esa tradición: “Se sabe –escribió
en 1919- que el principio político de las burocracias en materia electoral
es irse a la cargada”, por lo cual cuando esa burocracia se entera
de quien será el favorito presidencial, “queda formado el candidato único,
invencible, irrefutable, sagrado, inviolable, pero eso sí, completamente
antidemocrático”. De ahí que seguir la consigna emanada de la cúpula
dirigente era tomado como una necesidad vital para permanecer –y más aún, para
ascender- en la organización partidaria. Al no haber opciones fuera del PRI,
acatar la línea es la única forma –y la más segura- de recibir o expandir los
beneficios que el partido puede prodigar a sus miembros. De ahí la suspicacia
con que se sigue viendo la “cultura de la
línea” en el PRI, como resabio de su legado autoritario que aún sigue
vigente.
Pero
cabe aclarar que la línea en el partido hegemónico también adquirió expresiones
similares a las encontradas en partidos democráticos, fruto de la convicción
racional de los miembros de que, acatando la consigna de las cúpulas, se podría
obtener una mejor posición del partido frente a la competencia externa. Ello
encierra una racionalidad política legítima. Así, en el PRI la línea surgida de
la coerción ha convivido con la línea en su sentido racional y voluntario.
Evidentemente, no es fácil decantar la frontera entre una y otra de estas
facetas, pues ambas se refuerzan mutuamente. Pero negar la existencia de alguna
de ellas lleva a explicaciones demasiado simples en uno u otro sentido; si se
niega la faceta coercitiva de la línea, se concluye que el PRI es ya un partido
tan democrático como cualquiera que encontremos en los países occidentales; si
se desconoce la expresión racional de la línea, entonces no queda más que
inferir que el PRI es un partido estalinista. Ninguna de esas dos afirmaciones
da cuenta cabal de lo que en realidad ha sido el PRI; un partido híbrido con
procesos combinados de corte democrático y autoritario.
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