El poder hace que quien lo ejerce viva su Divina Comedia... hasta que un día cae el telón y el protagonista regresa allí donde todo nace, crece y se desarrolla... al rasante suelo.
La diaria orgía informativa mundial, la presión de la empresa constantemente en la cuerda floja entre el triunfo y el descalabro; la vida intensamente intercomunicada y los inter amigos inter invisibles, hacen que algunos lleguen a creer que la vida sólo existe en Nueva York, Londres, Shangai, los gobiernos, las sedes de las multinacionales y el despacho del director, mientras otros, aislados de tanta vorágine, quieren creer que el mundo empieza y acaba en los metros cuadrados de su habitación.
Cuando uno a su manera, un poco loquitos todos nos volvimos.
Perder el origen es perder nuestra originalidad, la esencia de la savia que produce el anclaje en la rasante realidad de nuestro inicio y nuestro fin.
Olvidamos la tierra.
A algunos la vida les lleva a volar sin detenerse demasiado. Cuando eso ocurre, sabio es tener presente que al final de todos los finales la gran pista de aterrizaje será nuestro pequeño huerto, allí donde nuestras neuronas echaron raíces y desplegaron su fuerza, su habilidad, su saber y su ser.
Para la inmensa mayoría de los ciudadanos, el noventa por ciento de las cosas pasan a ras de suelo y se mueven en espacios delimitados por y para la vida cotidiana.
En lo mínimo imperecedero siempre está el germen de la sabiduría. Todo lo demás son tentáculos de experiencias que, igual que se expanden, se contraen.
La ciencia desarrolla la técnica. La sabiduría, el humanismo.
La ciencia acosa el resultado. El humanismo persigue el bien.
La sabiduría siempre parte de una semilla, que a veces se transforma en un inmenso bosque.
Vuela hasta donde tu serena fuerza alcance, pero jamás dejes de ser un aterrizado campesino de la vida.
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