Estupidez y superstición.
En
general, admito que la superstición es algo estúpido, y, al igual que la
estupidez, en ocasiones no tiene más valor que cualquier otra tontería. Sin
embargo, también puede resultar peligrosa en muchos aspectos. Pero aun así, cuesta
entender que es en realidad, porque solo disponemos de una definición vaga e
incierta. Puede resultar una cuestión muy subjetiva. Lo que una persona (o una
cultura) considera como una superstición absurda, otros quizá lo admiten como creencia válida. Y, por supuesto, todo
el mundo debe ser libre para creer en aquello que mejor le parezca.
En
todas las culturas, y en todas las épocas, hay algo que recibe la etiqueta de
superstición, mito o bru8jería y solo con el paso del tiempo termina
entendiéndose como un avance de la ciencia y el conocimiento. También ocurre a
la inversa. Podemos considerar que ahora somos más ilustrados o estamos más
cerca de la luz del conocimiento, pero este tipo de situaciones siguen
existiendo.
Para
llegar al meollo del asunto, tenemos que mantenernos lejos de las
consideraciones de fe: religiosa, política, ideológica o de cualquier otro
tipo. Aunque la línea divisoria suele resultar incómoda de manejar, de puro
fina.
Puede
darse el caso, por ejemplo, de que una persona sea verdaderamente cristiana
pero no crea en el poder milagroso de una reliquia, una imagen o un icono, en
las infinitas apariciones de ángeles, santos o demonios, ni en la proliferación
de estatuas y representaciones sangrantes o llorosas. Igual que muchas personas
pueden creer en estas cosas sin tener una profunda fe religiosa.
Si
adoptamos otro punto de vista, puede resultar exagerado tachar de superstición
algunos fetiches menores, que en ocasiones no son sino una costumbre inofensiva
en personas que ni siquiera son crédulas (como por ejemplo trocar madera –o lo
que sea que se considere que trae buena suerte—sin creer en que de verdad el
gesto pueda tener la menor importancia).
En
la navegación también hay ciertos augurios y auspicios en los que nadie cree de
verdad, pero que suelen evitarse –aunque solo sea en tono de broma—para no
invocar a la mala suerte sin necesidad. Entre ellos está, por ejemplo, la
creencia de que el verde es un color que trae mala suerte (si no aparece en un
semáforo, una luz de posición o forma parte de una bandera).
En
ciertas ocasiones, en son de broma, todos podemos tratar como prevención frente
a los malos augurios lo que en realidad no es más que sentido común, que nos
prepara para problemas inesperados.
Podemos
trazar donde mejor nos parezca la línea divisoria entre la credulidad y la
creencia; o entre la credulidad malsana y las costumbres inofensivas, como
llevar un pequeño amuleto de la suerte. En algún punto intermedio, aunque no
sea fácil definir los límites, se encuentra el insidioso poder de la
superstición.
Sorprende
mucho descubrir que personas que no son ni tontas ni ignorantes pueden creer en
extravagantes absurdos sin tan siquiera tratar de comprender cual pudo ser el
origen de aquellas costumbres, miedos o prejuicios.
Tras
una breve investigación, podemos enterarnos de que pasar por debajo de una
escalera puede tener significados esotéricos, pero además era y sigue siendo,
peligroso, si alguien trabaja encima de la escalera y se le cae una
herramienta. El miedo a los gatos negros pudo estar ligado en origen a una
asociación con la brujería, pero sin duda, algo oscuro que se mueve de forma
inesperada en la noche podría asustar a un caballo y este tirar a su jinete. En
los siglos XVII y XVIII, cuando surgió la idea de que jamás debíamos poner un
sombrero sobre la cama, no era saludable colocar allí donde la gente dormía un
objeto portador de la suciedad, los ungüentos y los piojos que proliferaban en
las pelucas y sombreros. Los espejos eran un bien escaso y tradicionalmente
vinculado a la magia. Pero el problema radicaba también en el hecho de que
sustituir un espejo roto era bastante caro y podía llevar mucho tiempo (aunque
tampoco llegaba a los siete años…).
La
lista de ejemplos podría ser muy larga. Algunas supersticiones están
relacionada de algún modo con Auténticos problemas en potencia, sin embargo, la
mayoría se basan simplemente en antiguas creencias y miedos que ahora se han
olvidado, solo que se mantienen en las costumbres y se preservan sin que
quienes los practiquen recuerden por
qué.
La
superstición, amable lector, no es una cuestión tan inofensiva como podría
parecer. Si caemos en la costumbre --incluso en pequeñas cosas—de creer en lo
increíble, podemos resbalar hacia un terreno lleno de engaños peligrosos.
Podemos hacernos daños a nosotros mismos o a la gente de la que nos ocupamos,
aplicando remedios o protecciones inadecuadas a enfermedades o problemas de
otra índole. Podemos acabar siendo presa de comportamientos que superan los
límites del pequeño antojo inofensivo para convertirse en obsesiones
inquietantes.
La
explotación agrava aún más estas circunstancias. Algunas personas que pretenden
obtener poder o influencia sobre otras usan las supersticiones como
instrumentos para alcanzar sus fines: robarles dinero o causarles daños mucho
peores, como por ejemplo aprovechar enfermedades, dolor, infelicidad o miedo
parta ofrecer malos remedios o una suerte improbable y, de este modo, empeorar
aún más la situación de personas que ya sufren problemas.
Los
medios de comunicación, como la televisión, ofrecen mucho más espacio del que
merecen a adivinos, curanderos, brujos, magos, astrólogos y nigromantes. La
excusa esa torpe: si la gente lo quiere, hay que dárselo. Es ridículo. Los
medios de comunicación pueden ser populares, entretenidos, descansados, sin la
necesidad de difundir falsas creencias. ¡Ten cuidado con tus supersticiones!
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