Civismo mexicano.
Todo
mexicano, desde la primaria, recibe clases de civismo, y sabe (o cree saber)
que vive en un Estado de derecho: democrático, representativo, constitucional.
Pero llega la hora de la verdad: tarde o temprano trata con las autoridades, y
esa experiencia cívica le da lecciones muy distintas sobre el poder en México.
Una
de las cosas que aprende es que tener razón no depende de los hechos
demostrables, sino de las autoridades. No hay leyes, reglamentos, normas,
antecedentes, alegatos, documentos, fotografías, grabaciones, pruebas de
laboratorio, mediciones científicas, testigos, abogados, peritos, observadores
(nacionales o internacionales) que valgan por sí mismos. Lo que vale. Lo que da
la razón, es la buena voluntad del poder que hace el favor de conceder la razón
si la concede. A las autoridades mexicanas no se les puede demostrar nada. Se
les puede rogar que, de la inmensa razón que siempre tienen, concedan un poco
al ciudadano que llega a solicitarla. Sin reconocimiento oficial, la verdad no
es verdad. Fuera de la verdad oficial, tener razón es vivir en el error.
Usted
se pasó el alto. Esta acta de nacimiento ya no sirve. Los dólares depositados
eran pesos, no dólares. Las abejas africanas no llegarán a México. El detenido
confesó sus crímenes. La iglesia no existe. El señor gobernador renunció por
motivos de salud. No habrá devaluación. Donald Trump insultó a todos los
mexicanos. Las vacaciones escolares no pueden ser en invierno. Apareció el
chupacabras. No hubo fraude en las elecciones. Su recibo está bien. No fueron
mis ayudantes los que violaron a sus hijas. Mis guaruras no golpearon a nadie.
Guadalajara tiene la población que dice el censo, no lo que ustedes quieren
demostrar. El Programa Prospera no tiene fines electorales. El padrón no se
afeita ni se rasura. La refinería de Azcapotzalco ni contamina tanto, ni se
puede cerrar. Miren como ha bajado la inflación. Los escapes del Chapo Guzmán
fueron reales. Están buscando a Javier Duarte de Ochoa. El salario mínimo es justo.
Una familia puede vivir con seis mil pesos mensuales…
En
el trato privado, en los niveles más bajos, en los personajes pintorescos, las
autoridades pueden ser de un cinismo total: abusar descaradamente. De esa
experiencia, nace la caricatura popular que pinta a las autoridades como una
bola de bandidos, rateros que asaltan, roban, violan, asesinan. Y,
desgraciadamente, los ejemplos abundan.
Pero
las cosas no son tan sencillas, como lo muestra el hecho de que algunas
autoridades reconozcan los abusos de otras (por lo general, inferiores o
anteriores). Ni todas, ni siempre, ni de la misma forma, ni con la misma
gravedad, abusan; menos aún, cínicamente. En el trato público, en los niveles
más altos, entre los universitarios de estilo más moderno, se cuida la dignidad
de la república. No se dice la verdad, que sería cínico: se dice la verdad
oficial.
Hay
gente decente en el gobierno, honesta que, en confianza, lo justifica. Es
verdad lo que dicen estos señores, pero no puedo reconocerlo, sin causar una catástrofe.
Es relativamente fácil descubrir y castigar abusos en niveles inferiores
(aunque no sin problemas: ¿de dónde voy a sacar gente decente y que sepa hacer
el trabajo, menos aún con estos sueldos?). Pero hay abusos que no son aislados,
que están conectados a cosas que no dependen de mí, y que nadie sabe a dónde
pueden llevar, si se investigan. ¿Qué tal si vienen desde muy arriba? ¿O de
mafias que no se tientan el corazón para eliminar a los curiosos?
Si
prevaleciera el cinismo, en vez de la verdad oficial, sabríamos quien se ha
robado qué, cuánta gente realmente vota por el PRI, quienes deben tantas
muertes no aclaradas, a qué interés responden muchas decisiones. En las clases
de civismo se explicaría a los niños que México es una república simulada, y
que por eso las autoridades tienen que actuar en un Estado de chueco.
Para
vivir en un Estado de derecho, habría que legalizar la monocracia
(estableciendo, por ejemplo, el derecho presidencial a nombrar sucesor, a
designar y despedir gobernadores, a elegir representantes de cada estado y
distrito en las cámaras); habría que legalizar la mordida (con talonarios de
recibos deducibles de impuestos); habría que poner en la Constitución que el
único derecho frente a las autoridades consiste en formular atentas súplicas.
Pero
el sistema no aguantarías una dosis tan fuerte de realidad. Lo que le permite
sostenerse, aunque seas tambaleándose, es la verdad oficial. Por eso los
boletines de prensa, los informes, los discursos (y su reflejo en las primeras
planas de los diarios, la televisión, el internet, la Hora Nacional) dicen A,
pero las conversaciones privadas (y su reflejo en las columnas de chismes, en
algunos editoriales, en programas de radio donde habla libremente el público) suponen
que en realidad fue B, o C, o D… O que realmente sí fue A, pero el gobierno
dice A para que todos piensen que fue B.
¿Te
resulta conocido amable lector?
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