“Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta.”,
dice el atormentado narrador —que no es otro sino el “raboverde” Humbert— al inicio de esta polémica novela, que tuvo dos ecos cinematográficos: uno muy notable, de la mano de Stanley Kubrick en 1962, y otro perfectamente olvidable, obra de Adrian Lyne, en 1997. Gracias a la popularización del personaje, tanto en la novela como en la película, el término Lolita empezó a aplicarse a las adolescentes con una sexualidad precoz y, por extensión, a las que tienen relaciones con un hombre mayor. Muy mayor.
Así, antes de cumplir los 20, las adolescentes eran llevadas al lecho y desfloradas por un hombre que, técnicamente, bien podría ser su padre.
Aunque el tema levanta ámpula y da para mucho, no hay que perder de vista que la incomodidad que puede nos puede provocar una relación sexual entre un hombre adulto y una adolescente, corresponde a una visión propia del siglo XX. Antes de eso, era muy común que las jovencitas, en cuanto empezaban a menstruar, fueran consideradas como elegibles para un compromiso matrimonial y para una boda con un hombre que bien podía llevarle 15 o 20 años —siempre que éste tuviera las posibilidades de manutención adecuadas. Así, antes de cumplir los 20, las adolescentes eran llevadas al lecho y desfloradas por un hombre que, técnicamente, bien podría ser su padre. De hecho, esta práctica sigue vigente en algunos entornos rurales de muchos países del mundo.
Entonces, surge la pregunta que muchas mujeres —en especial novias y esposas— tratan de responder mentalmente y que muchos hombres son incapaces de explicar: ¿qué puede verle un hombre maduro, hecho y derecho, a una jovencita que tiene más en común con sus hijas prepúberes que con ellos? La respuesta hay que buscarla en los terrenos de la biología, no en los de la psicología, y mucho menos en canciones de José José. Y es ésta:
A nosotros, occidentales posmodernos que vivimos en medios urbanos mediana o altamente tecnificados, nuestros envoltorios de mezclilla, nuestras sofisticadísimas viviendas, nuestros gadgets, nuestras tarjetas de crédito, nuestros afeites y nuestros cortes de pelo parecen distraernos de una verdad científica: el ser humano es, esencialmente y aunque se resista a aceptarlo, un animal. Un mamífero. Un primate que desciende de grupos de monos que bajaron de los árboles, modificaron su dieta rica en frutas por una hecha de carne, aprendieron a cazar en manadas y perdieron su pelaje. Más tarde, aprendieron a domesticar ciertas plantas para su consumo —se inventó la agricultura—, y a criar animales con fines similares —el origen de la ganadería—.
Pero, a pesar de todo eso, de sus trajes confeccionados con kashmir, de sus pantallas de plasma y de sus antibióticos, el Hombre sigue siendo un animal.
También inventaron una multitud de herramientas, desde un cuchillo de piedra pulida hasta un microprocesador cuya interfaz se activa con la voz o con la dirección de la mirada. Pero, a pesar de todo eso, de sus trajes confeccionados con kashmir, de sus pantallas de plasma y de sus antibióticos, el Hombre sigue siendo un animal. Un mono desnudo —como lo describió el zoólogo y escritor Desmond Morris— que, en el afán de procurar que sus tribus y grupos convivieran sin matarse unos a otros, distinguió el bien del mal y creó leyes y normas, algunas fundamentadas en principios religiosos —el “no matarás”, por ejemplo—, que procuraban el primero y buscaban evitar el segundo. Monos desnudos tratando de hacer el bien.
Pero, con todo y las normas legales y sociales de nuestro grupo, a veces nuestro simio sale de paseo.
Y como el proceso de cortejo, selección y apareamiento entre animales se rige por principios evolutivos, las hembras siguen eligiendo al macho más apto —antes, el más fuerte; ahora, el más rico, guapo o inteligente—, y los machos, por instinto, seguirán buscando fecundar al mayor número de hembras posible —y no por lujuria, sino para preservar la especie—, y dará preferencia a aquellas que constituyan los ejemplares más fértiles y más aptos para la procreación y el cuidado de las crías. En otras palabras, una jovencita delgada —o sea, sana— de unos 23 años —esto es, sexualmente madura y en óptimas condiciones físicas— es, en términos estrictamente biológicos y evolutivos, la mejor hembra humana a la que cualquier macho puede aspirar a fecundar.
De ahí que las pieles lozanas, los senos turgentes, las caderas firmes y los genitales tersos, resulten tan atractivos como lo podría ser una flor enorme y colorida para un abejorro: un lenguaje de señales visuales y olfativas al servicio de la biología, a la que el primitivo cerebro del hombre difícilmente puede resistirse. Aunque la señorita no sea capaz ni de limpiarse la boca sin la ayuda de un adulto responsable.
Pero no me malinterprete: con lo anterior no estoy justificando la pedofilia, ni alentando a mis congéneres a salir a la caza de preparatorianas, ni diciéndoles a las mujeres que se resignen, pues no hay nada que hacer.
Además de “simios desnudos”, también somos animales culturales que, al vivir en sociedad, adquieren obligaciones y compromisos que implican refrenar nuestros cerebros primitivos. Si no fuera así, todos saldríamos a las calles a matar a los rivales, a violar a sus hembras y a robarles sus propiedades. Y nadie quiere un mundo así.
Pero eso es otro cantar…
