Es
frecuente escuchar o saber, de la venta de plazas, de que son heredadas a hijos
sin vocación y mucho menos preparación para tan delicada labor, de que van
escalando por favores o preferencias sexuales, por afinidad con determinado
grupo, etcétera. Y pocos, muy pocos casos, son por mérito académico.
Todos,
absolutamente todos, en menor o mayor medida, hemos tenido un profesor
impartiéndonos clase y tal parece que la filosofía de estos es la de mirarlos
como una autoridad omnipotente al que siempre se debe obedecer. No se enseña al
estudiante a ser honrado, limpio, cortés o responsable por el valor que en sí
mismo posee cada uno de estos atributos, sino porque la autoridad así lo
ordena. Se trata de una tergiversación desafortunada. No se cuenta con una
pedagogía preocupada porque los alumnos hagan suyo el valor de las normas. Es
creencia generalizada entre los profesores que basta con asegurar el respeto
hacia la figura de autoridad para que, en automático, el estudiante se comporte
conforme a las reglas de la institución educativa.
Sin
embargo, colocar todo el esfuerzo pedagógico en robustecer la figura de la
autoridad no lleva a la construcción de mejores subjetividades. Reproduce, en
todo caso, la cultura del autoritarismo, pero no hace mejores individuos. Y
esto es así porque –al dejar de lado la argumentación que hace consistentes
dentro de la conciencia de la persona lo moralmente aceptable y su opuesto— el
orden social pende exclusivamente del carácter de quien está al mando.
Cuando
no es la norma interiorizado lo que se coloca como la tabla de medición de los
actos, sino la persona investida de autoridad, el alumno tiende a acomodar su
comportamiento a partir de los afectos y voluntarismos del profesor. El
estudiante se conforma con agradar y negociar con la figura que en el salón de
clases representa a la jerarquía más alta. En la escuela mexicana es el docente
quien conduce, expone e indica. La solidez o laxitud de las normas depende del
profesor, él es la medida de la autoridad, no las reglas. Este hecho potencia,
a su vez, un nivel importante de inconsistencia en el cumplimiento de las
normas, y deja al descubierto que la presencia de las reglas no es estable ni
previsible; a veces están pero en otras ocasiones parecen diluirse. Todo
depende del estado de ánimo, del carácter o de las simpatías de la persona que
se sienta detrás del escritorio.
Tampoco
se promueve en el alumno el arte de reflexionar por sí mismo. Para ser
considerado un buen estudiante, el niño está obligado a callar, atender, seguir
las indicaciones, hacer fila, creer ciegamente en lo que dice y hace el
profesor, y no moverse demasiado. En cambio, la reflexión –prerrequisito
indispensable para asumir la responsabilidad sobre los actos propios— ocupa un
lugar menor. Las cosas están bien o mal dependiendo de lo que diga el maestro y
no de su coincidencia con los valores enseñados. Con esta pedagogía no se
construyen sujetos autónomos –con juicio independiente y capacidades propias de
discernimiento— sino personalidades sumisas y obedientes. No se construyen
ciudadanos, sino otra cosa.
Aquel
que se exprese de manera distinta –el que por su inteligencia o sus carencias
no quepa en el molde educativo hegemónico— es tratado con distancia. Una de las
más graves consecuencias de poseer un orden social sustentado en el poder de la
autoridad, y no en los valores y las normas, es que el diferente queda
marginado. Se convierte en alguien que no podrá ser atendido por el docente a
partir de su especificidad. Por lo que la discriminación y la intolerancia
subsistan también como antivalores en la educación pública mexicana.
En
clases, siempre introducen explicaciones que no son diferentes a su propio
ejemplo de vida. En su explicación, el profesor además refuerza una visión
irreflexiva, incluso machista, en ocasiones, que sólo puede sostenerse porque
él es una figura indisputable de autoridad. Sin que ningún estudiante cometa la
imprudencia de contradecirlo, aunque esté equivocado. No existe disenso del
alumno que pueda ser tolerado, ni el derecho a la reflexión propia. Lo que vale
en el medio escolar es ganarse –por medio de la obediencia— el aprecio del
profesor. Asegurarse, a través de la sumisión, una buena calificación al final
del curso, para que los padres se sientan orgullosos, grave error. Actuar de
manera diferente podría implicar, en el caso extremo, un consejo hacia los
padres de familia para que agarren a sus hijos a palos o a cintarazos (como en
antaño), o enviarlos a tratamiento sicológico (en la actualidad), porque retar
al docente, equivale a un desequilibrio mental.
En
el sistema educativo mexicano no se enseña a adquirir autonomía. No son
autónomos los alumnos frente a su profesor, no lo son tampoco ellos frente a
sus dirigentes sindicales o ante las autoridades educativas. Menos aún lo es el
sindicato nacional del magisterio con respecto a las arbitrariedades del
Estado. Ni tampoco es autónomo el Estado mexicano ante las arbitrariedades de
esa fuerza gremial. La estructura corporativa en la cual se fundó el sistema de
educación pública mexicana buscaba un objetivo contrario: se constituyó a
partir de la dependencia asimétrica y jerárquica de cada uno de sus
componentes, y no desde una relación respetuosa y recíproca entre actores
reflexivos, responsables y autónomos.
¿Cómo sería posible que los profesores enseñarán a sus alumnos el valor de la autonomía, si ellos mismos están atrapados en un sistema de mafiosas dependencias? Mientras sigan las cosas así, la educación mexicana seguirá estancada y el país continuará atrasado cultural, social, política y económicamente.
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