La mujer y el poder.
El
presente, tiene relación con mi análisis anterior, señalando primeramente una
máxima de Samuel Johnson: La naturaleza ha dado tanto poder a las mujeres que
las leyes, muy sabiamente, les han otorgado poco.
A
primera vista, el grupo más notorio de gente que no consigue el poder, está
compuesto por mujeres. No precisamente porque las mujeres no tengan poder –lo
tienen en distintas formas y muchas de ellas empiezan a asumir roles poderosos
que hasta ahora pertenecían tradicionalmente al hombre—como por el hecho de que
los símbolos y la mitología del mismo poseen una orientación predominantemente
masculina. Nuestra imagen suprema del poder es el presidente, un hombre rodeado
de hombres en un mundo de orientación masculina y sostenida por los artefactos
y arreos de una sociedad y tecnología masculina: soldados, lujosos jets,
hombres del Servicio Secreto, helicópteros.
La
principal razón por la que a las mujeres les resulta difícil irrumpir en el
mundo del poder no consiste tanto en que los hombres les impongan obstáculos en
el camino sino en que del poder se piensa que es esencialmente masculino. Los
rituales del poder son los de un grupo de vínculos masculinos y por exitosa que
sea una mujer, le resulta difícil proyectar el grado correspondiente de poder.
Los
poderosos, dijeran las mujeres, tienden a ser figuras paternas. Todo su enfoque
de la vida es patriarcal y se asemejan a un padre: exigente, difícil y severo
que puede recompensar o castigar; según le plazca. En la empresa tenemos un
nuevo ejecutivo, un hombre muy poderoso que no debe tener más de treinta y
cinco años; la primera vez que nos reunió, comenta una amiga que trabaja en la
iniciativa privada, se quitó los lentes y dijo: bien, chicos, revisemos la
situación. Algunos de los presentes tenían entre cuarenta y cincuenta años pero
nadie pareció notar lo extrañas de sus palabras. Él era la persona que
detentaba el poder y nosotros éramos sus hijos, los que seríamos juzgados,
recompensados, amados o castigados. No era otra cosa que lo que todos esperaban
que fuese: un padre dominante al que es difícil complacer. En su lugar, una
mujer habría tenido que contar con una extraordinaria presencia física para
dejar establecido su poder y autoridad con la facilidad y rapidez que lo hizo
él, y habría tenido que encontrar un estilo propio para presentarlo
satisfactoriamente. La mayoría de las mujeres exitosas que conozco trata de
encantar o de disgustar porque no ha encontrado la auténtica voz del poder.
El
problema reside, en parte, en el hecho de que la auténtica voz del poder que
estamos acostumbrados a oír es, por supuesto, la de un hombre. Desde la
infancia y en todos los niveles, el símbolo de la autoridad suprema suele ser
un hombre; el presidente de la República es un hombre, la mayor parte de los
jefes son del sexo masculino, cuando pensamos en la policía vemos hombres,
incluso en las escuelas –donde las profesoras son mujeres—existen todas las
probabilidades de que el director sea un hombre; incluso esa figura de poder
tan especial de la cultura popular, el Don de la mafia, no sólo es un padrino
sino también un padre. Miremos donde miremos, como dijo una mujer, los hombres
tienen las llaves, tanto figurada como literalmente. En los bancos, es posible
que una mujer procese tu solicitud de una caja fuerte, pero la persona que te
introduce detrás de los barrotes para abrirla es un hombre vestido de traje
oscuro, con un manojo de llaves en la mano; tiene autoridad simbólica, como los
porteros, los guardias de seguridad, los conductores de tren y la mayor parte
de las demás figuras uniformadas.
Dadas
las circunstancias, las posibilidades de tener que tratar con una mujer
poderoso durante el curso de la carrera de uno siguen siendo escasas, aunque
naturalmente aumentan en los niveles inferiores de poder y en ciertas
industrias y profesiones. En las altas esferas, empero, los hombres siguen
reteniendo el poder y su visión y las formas en que lo simbolizan continúan
determinando la que tiene la mayor parte de la gente que se encuentra por
debajo de ellos.
Las
mujeres se ven constantemente enfrentadas a pedidos de revisar, discutir y
concluir sus decisiones. Los hombres realizan grandes esfuerzos para inventar
estructuras de poder que existen esencialmente con el fin de privar a las mujeres
inteligentes de su autonomía. En toda organización que incluya una lúcida
ejecutiva, proliferan mágicamente los comités, las reuniones y las estructuras
de revisión de decisiones, como si la jerarquía de poder masculino levantara
defensas, en forma espontánea, para protegerse. Por ejemplo, se realizan
ingentes esfuerzos para privar a los ejecutivos del derecho a ajustar los
salarios de quienes trabajan en su departamento, dado que la capacidad de
otorgar aumentos es esencial para que cualquier ejecutivo pueda controlar
firmemente un departamento. Donde hay una jefa de departamento, es probable que
su superior se las haga pasar muy mal a fin de año, cuando llega el momento de
ocuparse de los aumentos o, peor aún, que insista en citar a miembros del departamento
de ella para hablar de dinero a sus espaldas. Lo fundamental consiste en
socavarla sugiriéndole a su personal que los ascensos y el dinero son
controlados en otro sitio… por un hombre. En el microcosmos, esto forma parte
del juego básico masculinista contra las mujeres en el trabajo, que consiste en
sugerir que todo asunto serio debe ser manejado por un hombre, especialmente
las cuestiones de dinero… Por regla general las cuestiones serias son aquellas
que se arreglan al nivel inmediato
superior del de la mujer más lista de cualquier organización. Por definición,
serio es todo aquello que las mujeres no pueden decidir o que se les impide
hacerlo. Así, si una mujer dirige un departamento que implica millones de pesos
anuales y tiene derecho a tomar decisiones acerca de contratos de seis cifras,
dichas cuestiones se vuelven automáticamente poco importantes y rutinas
cotidianas, en tanto los asuntos de los que no se ocupa, como los salarios, o
los embarques, o la facturación, por ejemplo… se vuelven cuestiones graves y de
peso, de la mayor importancia. Todo trabajo que realiza una mujer queda
degradado en cuanto ella ha demostrado que puede hacerlo. Si una mujer fuera
elegida presidente y eligiera a un secretario de gobernación del sexo
masculino, comprobaríamos sin duda alguna que esta se convertiría en una
posición de grave responsabilidad y poder, en tanto la presidencia rebajaría de
grado hasta que el presidente y el secretario de gobernación se trataran como
si fueran un equipo de iguales.
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