Vivimos en tiempos de cambio. Hoy impera una
moda y mañana es ya anticuada; lo que hoy es lo último en tecnología, a los
pocos meses es superado por algo mucho mejor; la frase que está en boca de
todos en este momento, después de un tiempo está fuera de onda.
En un mundo así necesitamos tener una firme
escala de valores y lo que algunos llaman ideas claras. Si no nos decidimos por
esto nos convertimos en veletas arrastradas por el viento, o en barquitas
frágiles en medio del intempestivo océano.
Las personas que no poseen ideas claras
respecto a su proyecto de vida, que no han potenciado al máximo el don de la
libertad, se dedican a recoger comentarios sobre su persona. Se convierten en
hombres y mujeres tremendamente dependientes de la imagen.
Valen si los otros los admiran, si los aprueban
en todo, si los aplauden… Son nada si los abuchean o los critican. Si los sacan
del círculo exclusivo de amigos sienten derrumbarse su mundo artificial. Estos
viven angustiados por el qué dirán, y no dan un paso adelante sin antes revisar
mentalmente lo que va a decir fulanito, zutanito y demás compañeros o
familiares.
Cuantas chicas he conocido que ceden ante la
presión de sus novios cuando les piden la falsa prueba de amor sólo por no
parecer anticuadas, para que luego no las vayan a tachar de mojigatas y
persignadas, aunque después se lamenten de no haber opuesto más resistencia.
Cuántos no se deciden a dejar una vida de juerga y superficialidad porque los
amigos los van a acabar con las burlas. Y el padre de familia decide seguir su
vida entre parrandas antes de elegir una vida ejemplar para guiar con su
testimonio a sus hijos.
Hay jóvenes estudiantes que por no ser
considerados del grupo de los cerebritos aburridos, se dejan llevar por los desobligados
que matan clases cada vez que pueden, por aquellos que compran exámenes para
pasar sin problemas y sin estudiar –por lo tanto sin aprender--, para después
convertirse en fracasados.
Sin duda es lícito y sano escuchar y atender la
opinión común, pues tampoco podemos convertirnos en indolentes insoportables,
es decir, en personas cerradas a lo que nos dicen los demás, a las que les vale
toda opinión externa. Para no caer en el juego del qué dirán hay que tener
criterios y principios morales sólidos, que permutan distinguir el bien del
mal, que ayuden a descubrir verdaderos ideales, y que, por ende, nos den la
fuerzas para llevar adelante esas metas.
En medio del relativismo mortal que nos
envuelve es fácil confundirse y dejarse arrastrar por la corriente de las
ideologías predominantes. Muchos ya no reflexionan sobre lo que hacen,
simplemente actúan como lo hacen todos los demás, no quieren ser rechazados o
excluidos, desean ser aceptados.
Esto no deja de ser normal, el ser humano es un
ser social por naturaleza y busca integrarse en círculos de amigos o compañeros
que le den seguridad. Pero, si esta aceptación se logra a costa de la
integridad moral o desvirtúa nuestra persona, habría que revisar nuestros
comportamientos.
Por seguir el criterio de las mayorías no somos
capaces de formarnos una personalidad auténtica. Somos eternos adolescentes que
buscan autoafirmarse en el grupo, aunque pierdan identidad, grandeza y
originalidad. Además, bien dice la enseñanza popular que los comentarios hay que
tomarlos de quien vienen. Si la crítica o la burla provienen de gente
superficial, pobre en valores y sobretodo, en moralidad no vale la pena hacer
mucho caso. Cuando el comentario viene de una persona centrada y sintonizada
con su hacer y pensar, entonces, hay que escuchar con atención su opinión.
En conclusión, no podemos esclavizarnos a las
opiniones ajenas. Que la mayor de las veces carece de fundamento.
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