El territorio de lo que es hoy en día el Estado
Mexicano ha sido el hogar, desde tiempos inmemoriales, de una gran variedad de
pueblos pertenecientes a etnias poseedoras de muy distintas lenguas,
tradiciones, mentalidades e historia. Esta pluralidad constituye una de las
grandes riquezas de México, tal vez la que le ha permitido en varias ocasiones
dar nacimiento a extraordinarias culturas, pero también ha representado la
fuente de graves conflictos. Todo depende de si se logran coordinar
armónicamente las acciones de esa diversidad de grupos, o si éstos se enfrentan
unos a otros luchando porque prevalezcan sus respectivos intereses.
Los grandes momentos de esplendor de las
antiguas civilizaciones prehispánicas tuvieron lugar cuando existieron
gobiernos poderosos que lograron unificar en una sola entidad política a una
gran variedad de pueblos. Tal fue el caso de lo que se podría denominar como
Imperios Teotihuacano, Tolteca y Azteca. Por el contrario, las épocas de
decadencia y anarquía de nuestras antiguas culturas se dieron cuando se perdió
la unidad política y fue sustituida por una fragmentación de reinos y
cacicazgos que luchaban incesantemente unos contra otros.
Los tres siglos de la etapa colonial de México
son también un claro ejemplo de los logros que pueden alcanzarse cuando existe
un gobierno poderoso que mantiene una unidad política y propicia una unidad
cultural. Independientemente de la enorme injusticia que entrañaba la
existencia del gobierno colonial con su división de castas, la explotación de
los indígenas y el aprovechamiento de las riquezas que producía tan vasto
territorio en beneficio de la corona española, hay que reconocer que es durante
esta época cuando se forja nuestra actual identidad nacional, producto de un
mestizaje racial y de un sincretismo
cultural. La mezcla de sangres genera un nuevo tipo de habitantes, los
mestizos, que terminarán convirtiéndose en la población mayoritaria. El catolicismo
y la lengua española serán los principales instrumentos para llevar a cabo un
sincretismo cultural que constituirá el principal lazo entre los habitantes de
la Nueva España y la base en que habrá de sustentarse la nueva nación que de
ella habrá de surgir.
Transformado por el mestizaje racial y el
sincretismo cultural, pero sin perder su esencial naturaleza e identidad
producto de su milenaria historia, México surgió ante el mundo como una nueva
nación a resultas de la Guerra de Independencia. Se había alcanzado la
soberanía y autonomía políticas, pero no se logró crear un sistema de gobierno
estable y poderoso. Retornó por ello a padecer una época de anarquía y de
incesantes conflictos, guerras civiles, intervenciones extranjeras, pérdida de
más de la mitad de nuestro territorio, destrucción de las fuentes de riqueza. A
un paso se estuvo de desaparecer como nación y de pasar a formar parte de los
Estados Unidos. También se corrió el peligro de desintegrarse, como ocurrió con
Centroamérica, que habiendo sido una sola nación terminó convertida en cinco.
Al no existir un sistema político funcional, la responsabilidad de la
conducción del país recayó en los caudillos, entre los cuales hubo uno tan
despreciable como Antonio López de Santa Anna y otro, por muchos, tan admirable
como Benito Juárez García. Esta situación perduró hasta que Porfirio Díaz
estableció un gobierno capaz de mantener el orden, la paz y el control político
en toda la nación. Al igual que ocurre con la etapa colonial, podrá acusarse a
la época del porfiriato de haber propiciado un sistema social injusto, pero no
pueden negarse los beneficios que trajo al país esa etapa de paz, que permitió
la consolidación de la unidad nacional y la creación de una importante
infraestructura material.
Porfirio Díaz encontró el secreto de la única
forma efectiva de ejercer un buen gobierno en México: una monarquía absoluta
revestida de ropajes republicanos. Su gran falla fue que no creó un sistema
político institucional, sino basado exclusivamente en su persona. Lección que
Plutarco Elías Calles, creador del sistema político que prevalece en nuestro
país jamás olvidó, al igual que sus sucesores.
Profundos estudiosos de la Revolución Mexicana
han explicado que ésta fue producto de muy variadas motivaciones. Para
Francisco I. Madero el objetivo a lograr era la implantación de un sistema
democrático de gobierno, convertir en realidad los postulados de la
Constitución de 1857, que tan sólo estaban vigentes en teoría pero no en la
práctica. Para Francisco Villa era el medio de vengar los agravios sufridos por
los pobres y de alcanzar para éstos justicia e igualdad. Para Emiliano Zapata
era recuperar la mística vinculación que habían tenido en la época prehispánica
los seres humanos con la tierra y con todo lo existente. En los tres casos se
trataba de aspiraciones idealistas, imposibles de alcanzar dadas las
condiciones que imperaban en esa época. Por ello el grupo que salió triunfante
de las luchas entre las distintas facciones revolucionarias fue el encabezado
por Venustiano Carranza y Álvaro Obregón. Ellos eran los únicos que tenían los
pies en la tierra. No se manifestaron en contra de los ideales que animaban a
los otros grupos; al contrario, los incorporan primero a sus proclamas y luego
a la Constitución de 1917, pero lo hacen con un sentido pragmático, o sea
comprendiendo que muchos de esos ideales eran utópicos y que ellos debían
sustentar siempre sus acciones en realidades.
Estas realidades fueron el afán de poder y de
riqueza que mueve a los seres humanos y la necesidad de restablecer la paz y el
orden que se habían perdido por la Revolución, generando una anarquía que
amenazaba con producir la desintegración del país o su anexión a los Estados
Unidos. Álvaro Obregón, gracias a su genio militar y su implacable carácter,
logró imponerse a todos los caudillos revolucionarios convirtiéndose, a
semejanza de Porfirio Díaz, en un monarca con disfraz presidencial, pero al
igual que Díaz cometió el error de erigir un gobierno personalista y no basado
en instituciones. La difícil tarea de iniciar la creación de un sistema
político institucional le correspondió a Plutarco Elías Calles, último gran
estadista que ha tenido nuestro país, entendiéndose así, al político que no
sólo trabaja pensando en las próximas elecciones, sino proyectando por lo menos
lo que ocurrirá en la siguiente generación, al crear el 4 de marzo de 1929 el
Partido Nacional Revolucionario (antecedente del PRI).
No hay comentarios:
Publicar un comentario