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que facilite la libertad de elección: hay que tener en cuenta que, en la actualidad, el 60 por ciento
de las mujeres ambiciona, quiere, hacer compatibles las dos cosas: trabajo y familia1
. Otro 20 por
ciento opta en exclusiva por su familia y el 20 por ciento restante por su trabajo. Los cambios de
nuestra sociedad pasarán necesariamente por ahí: por asegurar un contexto de libertad para que
cada familia y cada mujer puedan elegir.
La familia es el mayor ámbito de gratuidad que existe. En ella la persona es amada y
aceptada por sí misma en todo momento. Las relaciones son esencialmente afectivas y, aunque hay
reciprocidad, no las mueve el interés. Aun en los casos en los que la convivencia pueda resultar
difícil, la familia tiende a disculpar, proteger y cuidar a sus miembros incluso en circunstancias en
las que el entorno –trabajo, amigos, salud- pueden fallar. No puede programarse ninguna
organización social semejante. En ella cada individuo es querido y aceptado tan sólo por el hecho
de existir. Nuestra sociedad vive de este núcleo básico de garantías cívicas y de germen de valores.
No sólo el miedo a una sociedad sin pensiones o a la inversión de la pirámide de edad de la
población puede hacernos mirar con afecto a la familia. También para la empresa, como
demostraremos en estas páginas, es básico el entorno familiar del empleado, ya que gran parte de
su equilibrio, de su motivación y del aprendizaje de hábitos necesarios para la vida laboral
provienen de esa realidad.
Por otra parte, el trabajo es para todo hombre -varón y mujer- fuente de realización
personal y de socialización. Trabajar es servir y equivale a vivir. Sin embargo, nuestra época ha
vivido en los últimos treinta años una exaltación del trabajo remunerado como principal indicador
de la valía de una persona: no vale lo que has conseguido ser, sino lo que te paga el mercado. Esta
visión economicista para lo que sólo vale lo que se puede cuantificar y pagar, ha influido en la
progresiva devaluación de los trabajos del hogar. Independientemente de que una mujer pueda
dedicarse más o menos a ellos, estas labores merecen un enorme reconocimiento social y personal,
ya que el hogar es el servicio público por excelencia, el mejor Ministerio de Bienestar Social y de
prevención de la delincuencia. Según varios estudios, el valor del trabajo doméstico no
remunerado, realizado en España principalmente por mujeres, alcanzaría, si se pagase a precio de
mercado, una cantidad equivalente al 40% del Producto Interior Bruto. El trabajo doméstico, tan
desprestigiado en ocasiones a favor del trabajo fuera de casa, cumple un papel esencial no sólo por
su valor invisible pero real dentro del PIB, ni por el ahorro que supone para los servicios sociales
públicos, sino porque por su misma naturaleza desarrolla en la persona habilidades y competencias
relacionadas con el servicio y la convivencia. Por este motivo, también el varón se ve beneficiado
personalmente cuando participa en las tareas del hogar.
UN ACUERDO ENTRE DOS
Si hubiera que esquematizar la situación de las mujeres a través de la Historia, bastaría
señalar tres fases: ámbito privado (familia), vida pública (trabajo remunerado, participación en la
vida política y social) y, finalmente, ruptura (ella aporta su talento al mundo del trabajo, pero éste
no flexibiliza sus esquemas). Restablecer esta armonía es hoy uno de los grandes desafíos de los
individuos, de las empresas y de los Estados.
En nuestros estudios sobre familias de doble ingreso, es decir, aquéllas en las que tanto el
padre como la madre trabajan fuera del hogar, se constata que, aun siendo importante el entorno
laboral en el que una persona se encuentra, la mayor causa del conflicto entre trabajo y familia es
el modo personal de afrontar el problema. La cultura empresarial, es decir, los modos de hacer y
los valores de una compañía, pueden favorecer o dificultar la conciliación, pero la resolución del
problema es personal, única e irrepetible. Se trata de ir tomando decisiones según las prioridades
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