Nuestro concepto de letra, como unidad mínima del lenguaje, es muy académico. Pero si dejamos de lado esta terminología, cuando piensas en una letra ¿en cual piensas? ¿qué aspecto tiene? ¿es una manuscrita? cursiva como la de los colegiales? ¿es una Q en times new roman? La tipografía se preocupa del aspecto de los caracteres que usamos para comunicarnos, el modo de relacionarse entre sí y entre las masas y volúmenes de textos que originan sobre una página, donde tiene que combinarse con el invisible y omnipresente espacio en blanco, imágenes y otros elementos gráficos.
Un corrector sabe que el lector necesita esa relación de armonías entre los elementos que componen el texto en una página para poder tener una concepción general del discurso del autor, para saber desplazarse y no perderse en un bosque de letras. Veamos un ejemplo de hasta dónde llega la tipografía en nuestra lectura cotidiana.
El texto está lleno de localizadores espaciales (número de páginas, partes de la página como notas, encabezados, pies) y conceptuales (numeraciones de capítulos, secciones, imágenes, esquemas) que necesitan destacarse del texto principal. En un sorprendente caso de suspensión temporal de la realidad (aunque de la abstracción sería más apropiado), el lector se guía por esta señales sin perder el hilo del discurso de lo que lee. De hecho, hace una lectura extra con estos recursos tipográficos, bien armados, coherentes y consistentes que no tienen significado, pero sí funcionalidad: son las señales de tráfico de la lectura.
Un poco de composición. De buen, ponga orden
Que las letras no te impidan ver el texto. Uno de los principales básicos de la composición es la distribución del espacio, porque este tiene su propio significado. Unos márgenes amplios siempre van a expresar elegancia y generosidad frente al horror vacui de quien aprovecha avariciosamente el espacio hasta casi consumir los márgenes.
Veamos algunos ejemplos: la longitud de las líneas y el tamaño de la fuente que las componga, así como el interlineado determinarán la legibilidad del texto. El texto de una carta administrativa, fría e impersonal como la de un informe o un balance, no tiene por qué matar de aburrimiento en líneas de más de 75 caracteres con una fuente de 12 puntos (como si no hubiera más espacio libre) al tiempo que usa interlineados de 1.5 líneas o dobles, como si de pronto la composición quisiera alardear del espacio que le sobra mientras el lector sigue desconcertado.
Las sangrías de principio de párrafo son una cantidad de espacio que aparecerá dada en el estilo que le asignen. Pero si el autor las señala con tabulaciones, la función del corrector consistirá en eliminar, con nuestro Word, todas esas entradas de tabulaciones. Si no lo hiciéramos, comprobaríamos que cuando el maquetador aplique los estilos en su programa de composición, ese espacio de sangría se verá ampliado innecesariamente por el espacio extra de la tabulación. Un efecto desagradable que se puede suprimir con facilidad.
Buscamos equilibrio como lectores: que el espacio mantenga una coherencia. Somos los correctores los responsables de mantenerla. El diseñador y el maquetador habrán seguido sus directrices, por lo que los correctores, como primeros lectores, no podemos hacer más que verificar la consistencia de su uso a lo largo del documento.
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