lunes, 13 de agosto de 2018

Horror vacui.

Lo llamo el síndrome del baño público, pero la gente educada y políticamente correcta lo llama horror vacui. Me refiero a esa necesidad que tenemos algunos de llenar profusamente todo el espacio disponible, o bien, a esa aprensión que se siente cuando te sientas en un escusado público y todo lo que tienes para ver son tres superficie blancas. Si te coge con un bolígrafo a la mano, ¡hay!...

Se dice que el horror al vacío afecta principalmente a las personas que han t5enido poco desarrollo cultural, al grado de que la devoción por los vacíos amplios se asocia con individuos altamente culturizados (sea lo que fuere lo que esto quiera decir). El hecho incontestable es que es más fácil encontrar un baño pintarrajeado en la fonda de un pueblecito que en un lujosos restaurante urbano.

Los diseñadores relacionamos este culto al blanco con un estilo centroeuropeo creado en la primera mitad del siglo XX, pero explotado extensamente entre los setenta y ochenta, más o menos. Como profesor de la carrera de diseño gráfico en Latinoamérica, he visto que la mayoría de nuestros estudiantes no se sienten cómodos con ese estilo. Se debaten entre lo que se les dice que está bien y lo que el cuerpo les pide hacer, es decir; por un lado tienen la meta del diseño funcionalista con extensos vacíos y, por el otro, el modo de su corazón abigarrado, exuberante y, posiblemente, más vital.

¿Qué haces con un estudiante que te trae un boceto sin reposos? ¿Lo sientas en tu rodilla y le cuentas con voz dulzona que hubo una vez un señor llamado Aristóteles que dijo aquello de que la Naturaleza aborrece el vacío y que después vino un tal Pascal a desmentirlo con un barómetro? ¡No!, aceptas gozosamente la diversidad y, en la medida de tus posibilidades, ayudas al alumno a encontrar el punto virtuoso donde convergen la profusión y la síntesis.

Otra cosa, pero muy corta, es que te traigan una carta comercial, una traducción o un informe sin márgenes generosos. Orejas de burro y ¡al rincón!

Cánones. Los marginados clásicos parten siempre de puntos geométricos que se determinan, en primer lugar, por la forma del material en que se escribía o se imprimía. En los tiempos del pergamino, no podía ser de otra manera: las vacas y los borregos siempre han sido más o menos como se los ve en los corrales, así de alzada y volúmenes. Nunca se ha podido sacar de una vaca un buen pergamino AO, y hasta la fecha parece imposible criar una manada de reses normalizadas y convenientemente reticuladas.

De modo que, en los escritorios de la Edad Media, los copistas estaban condicionados por las existencias. Si las terneras venían grandes y buenas de piel, podían esperare pergaminos un poco más extensos y con mayor superficie aprovechable. Así que no había ninguna seguridad de poder trabajar dos veces con el mismo formato. El tamaño y la disposición de la mancha tipográfica y, por ende, los márgenes, dependían inevitablemente de la forma del pergamino.

La costumbre, entonces, era trazar los márgenes y la pauta a partir de directrices que se originaban en el mismo rectángulo inicial. Se trazaba una diagonal de tal esquina a tal otra; luego, una nueva diagonal de aquí acá; enseguida, en la intersección de las dos rectas se trazaba una perpendicular hasta tal borde, y así... Algunos de estos procedimientos tuvieron mucho éxito y fueron transmitidos de taller en taller durante muchas generaciones. Son los marginados clásicos.

Si el rendimiento de un impreso se calcula dividiendo la superficie de la mancha tipográfica entre la del papel, todos los marginados clásicos lo tienen bajísimo. Los libros antiguos, tenían márgenes tan anchos como una buena playa en bajamar. Por esa razón, los editores de hoy solo recurren a los cánones en obras seleccionadísimas.

En el documentismo, sin embargo, donde se imprimen pocas copias y el costo del papel no suele tener un efecto significativo, los márgenes clásicos pueden ser una estupenda fuente de inspiración. Claro, según qué cosas. Ahora bien, para marginar un documento no es necesario obedecer los cánones al milímetro, basta con inspirarse en los principios que les dan sustento. Confíe en el viejo cálculo apache.

Si las hojas van a ir impresas por una sola cara y piensa encuadernarlas por el margen izquierdo, también puede hacer esto: trace (o imagine) una retícula de nueve franjas verticales y nueve horizontales. Aparte dos novenos para el margen de lomo (el izquierdo) y uno para el contrario (el de corte), uno para el margen de cabeza y dos para el margen de pie. Así de rápido habrá aplicado el venerado canon de Van der Graaf, que equivale a la escala universal de Rosarivo de nueve partes; y, si su página tiene un formato de dos partes horizontales por tres verticales, habrá construido un canon ternario, el más reverenciado entre los reverenciados.

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