domingo, 2 de septiembre de 2018

Contraste.

El cerebro no para. En nuestro centro de mando siempre hay impulsos eléctricos. Incluso por debajo de los pensamientos, hay una intensa actividad neuronal espontánea. Se cree que son transmisiones aleatorias, aunque hay algunas pruebas de que ese ruido de fondo puede predisponer decisiones. El ruido de fondo es un fenómeno ordinario en cualquier instrumento analógico, como la radio, los micrófonos, los altavoces, los fonógrafos, los escáneres y más.

Allá por los años treinta, el sicólogo alemán Wolfgang Metzger estudió el interesante fenómeno del Ganzfeld. Se trataba de exponer a sus pacientes a campos perceptuales totalmente neutros; en otras palabras, se trataba de que no vieran nada, no oyeran nada y, en la medida de lo posible, no sintieran absolutamente nada. Cuando se dan estas condiciones, es decir, cuando falta una señal claramente diferenciada, el cerebro amplifica su propio ruido de fondo. Para el paciente, esto se convierte en genuinas alucinaciones. Según he leído por ahí, algunas personas que por un accidente han quedado atrapadas en cuevas totalmente oscuras y silenciosas, o bien en regiones polares casi perfectamente blancas, también han experimentado alucinaciones. 

Ya ve usted que, a algunos, esto de alucinar les parece un entretenimiento fascinante, así que los experimentos del Ganzfeld, en privado, se hicieron populares en los tiempos de la sicodelia,

]La lección más importante de todo esto es que todo el tiempo necesitamos una señal neuronal claramente diferenciada. Sin ella, la percepción no solo se desbarata, sino que empieza a ser fagocitada por cosas que no deberían estar ahí. De modo que el contraste es quizás, el atributo más importante a la hora de exhibir el orden visual.

Todos sabemos lo que significa contraste: una diferencia notable entre dos cosas que puede llegar a la oposición o a las antítesis. Esa diferencia se concentra en los contornos, de suerte que, mientras más tajante sea el cambio en el borde del objeto con respecto al fondo, más notorio será el objeto.

Imagine ahora que tiene que componer un texto de unos ocho o diez párrafos con un título. Si usted sabe lo importante que es el contraste, procurará que las letras del título sean considerablemente más grandes y quizás mucho más negras que las del texto. ¡Muy bien!, pero eso no es todo. Para que el efecto verdaderamente funcione, también debe integrar todo el texto en un solo elemento. El lector debe percibirlo como un rectángulo compacto de color homogéneo. Entonces, es un solo golpe de vista entenderá de qué se trata.

El párrafo. Desde el punto de vista del diseño editorial, el párrafo es la unidad constructiva. De hecho, el método aditivo es un procedimiento que pone esta unidad en el centro del diseño. Recapitulando, los primeros cuatro pasos son escoger el tipo, la medida, el cuerpo y la interlínea. Estos parámetros, junto con la decisión de justificar o componer en bandera, prácticamente definen la forma de los párrafos. Lo demás es darles cierto estilo.

Como lo conocemos ahora, el párrafo es un invento del gótico tardío, es decir, de finales del siglo XIV o principios del XV. Antes se escribía a renglón seguido y, con suerte, se usaba algún recurso diacrítico para indicar los cambios de tema. En esos manuscritos del gótico tardío a que me refiero, la moda fue comenzar cada párrafo en una línea nueva y terminando rellenando con ornamentos el blanco que quedaba a la derecha del último renglón.
 
El nuevo estilo no fue acogido inmediatamente. De hecho, la Biblias de 42 líneas de Gutemberg, que data de mediados del siglo XV, no tiene los párrafos separados. Los cambios de capítulo o versículo se indican ahí con iniciales notables --ornadas, algunas de ellas--, de modo que las páginas presentan dos altas columnas paralelas, perfectamente rectangulares y sin fisuras.

Desde el medievo, los párrafos más destacados se señalaban con una de esas grandes iniciales decoradas, letras que hoy conocemos con el nombre de capitulares. De hecho, la jerarquía se expresaba claramente con el tamaño de la inicial. Las más grandes v profusamente ornamentadas indicaban el comienzo de un nuevo capítulo, mientras que los grados más bajos, como las iniciales de párrafo, consistían simplemente en una mayúscula a la que a veces se daba una pincelada de color rojo. Esta e4s, tal cual, la diacrisis que se ve en la citada Biblia de 42 líneas.

Los primeros impresores cogieron el testigo y reprodujeron el estilo. Al comienzo de los párrafos más destacados, los primeros renglones se componían más cortos, cargados a la derecha, para que quedara un gran hueco blanco y rectangular de varios renglones de profundidad en la parte superior izquierda de la columna. La idea era que el propietario del libro pudiera hacer dibujar ahí una bella capitular ornada. Sin embargo, muchos ejemplares caían en manos de estudiantes y otros dueños pobretones o tacaños que no podían o no querían pagar los honorarios de un miniaturista, así que un montón de libros se quedaron con esos grandes huecos sin decorar.

Con el tiempo, los espacios de las iniciales fueron reduciéndose poco a poco, pero no desaparecieron del todo. Decorados o no, se habían transformado en signos diacríticos de la mayor importancia, porque dejaban claro dónde comenzaba un párrafo. Al reducirse a su mínima expresión, se convirtieron en nuestras modernas sangrías.

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