Quien diga que está expedito de los onerosos tentáculos de la Economía, excluyendo anacoretas y zelotes varios, peca de ingenuo. Hablamos de la ciencia social más influyente y determinante, la que ha marcado el devenir de los tiempos durante prácticamente la totalidad de la modernidad. No obstante, por mucho que algunos se muestren convencidos de que ésta se basa en principios empíricos, la realidad es que es, sin lugar a dudas, una ciencia preeminentemente conjetural. Si les interesa convencerse de ello, basta con poner a prueba sus asunciones más básicas, examinar sus omniscientes modelos o, simplemente, reflexionar críticamente sobre el papel que juegan las querencias imprudentes de sus agentes más importantes: las personas y su irracionalidad. Aunque se empeñen sus expertos en pintar un panorama profundamente matemático, con sus apologías teóricas sobre la insolubilidad de sistemas complejos, acaban siendo los factores más tradicionales los que acaban por demostrar que, de hecho, somos demasiado complicados. Nos consideramos humildes miembros del gremio, dada nuestra formación universitaria en tan conspicua materia, que no acaban de creer todo lo que les contaron sobre los más sabios e importantes autores de todo currículum ortodoxo que se precie. Aquí, escribimos el porqué.
De entre todas las ramas de la Economía, la que más nos fascina es su Historia. Hemos de decir que, afortunadamente, tuvimos un gran profesor que nos mostró lo cíclicas que son las crisis, lo similares que son sus causas y, lo más importante, lo difícil que es adelantarse a sus acontecimientos. Predecir en Economía es la mayoría de las veces como predecir el tiempo meteorológico: puedes ver el color, la forma y la amenaza de las nubes, pero nunca podrás ver con exactitud el momento de la descarga de sus truenos. Te puedes convertir en experto en predicciones; pero del pasado. Empero, no es precisamente ahí donde queremos centrar el artículo, sino en su más básico y comúnmente repetido postulado, en su cosmogonía más incuestionable: el origen del mercado como mecanismo inherente de la organización social. Desafortunadamente, la mayoría de los economistas están demasiado ocupados con escorzar su onomástica, obnubilar al populacho con la complicación metodológica de sus modelos y epatar al mundo esclareciendo las causas de los shocks de oferta y demanda —eso sí, siempre a posteriori—. No son ellos los que se preocupan de esclarecer la verdadera historia del origen de su deidad omnisapiente. Es más, ésta es una cuestión que ha dejado de interesar, porque procede de un pasado intemporal axiomáticamente tomado como imposible de restituir, un corolario que se justifica a través de la retórica clásica del intercambio reduccionista. Afortunadamente para los incrédulos, los antropólogos sí que se preguntan todavía por ello, aunque la atención general a su investigación sea extremadamente parva.
Para entender los postulados en los que se apoyaba Adam Smith en su elaboración teórica del sentido común que hoy tenemos, es preciso remontarse a la época y su lugar de trabajo. La cosmología que entonces imperaba en Inglaterra —y que se expandiría por el mundo más adelante— sostenía que había un Dios que todo lo disponía para que funcionasen las leyes de la mecánica universal, gracias a las incalculables contribuciones de Newton a la física y la metafísica. Smith, que buscaba su ley universal, defendió una postura similar, elaborando lo que hoy conocemos como la mano invisible del mercado autorregulado. Curiosamente, en su libro Teoría de los sentimientos morales, define esta mano como la “Providencia”. Había encontrado a su Dios económico.
“[…] el cuidado de la felicidad general de todos los seres racionales y sensibles, es el negocio de Dios y no del hombre. […] más adecuado a la debilidad de sus poderes y la estrechez de su comprensión; el cuidado de su propia felicidad, la de su familia, sus amigos, su país.”
Adam Smith, Teoría de los sentimientos morales
Una vez la Economía se asentó como disciplina, por fin expedita de la Ética y la Política, la disputa teológica pasó a un segundo plano. Se pasó a debatir sobre si lo que Smith sostenía con tanta convicción era cierto: un mercado es eficiente sólo si se deja a sus agentes operar de manera autónoma, sin la intervención del Estado. Los grandes intelectuales de la época, además de los clásicos posteriores que todavía se estudian en las universidades, emprendieron una vía que acabaría con una incesante producción literaria al respecto. La sugestión de su discurso era tal, que sólo unos pocos economistas anatemizados se atrevieron a discutirlo. La exaltación que siguió a la creación de “la Economía” fue incluso más lejos. Adam Smith aseguró que los mercados aparecieron incluso antes que los gobiernos y el dinero. Se dejó completamente de buscar si, efectivamente, el mercado es el medio natural del hombre. Algo que la Antropología, una ciencia bastante más antigua y, nos atreveríamos a decir, empírica, lleva más de un siglo intentando desmentir. Para que el mercado se asiente dentro de una sociedad, hace falta dinero. Y ese dinero, estimados lectores, depende de un gobierno que lo respalde con metales preciosos, con promesas de pagar sus deudas o con una imposición legal o militar. Sí, también se hace dinero por decreto. Desafortunadamente, como suele pasar con los textos canónicos, todo el que cuestiona La Riqueza de las Naciones, sufre la censura de sus colegas, el ataque de los medios o, más asiduamente, la indiferencia de los individuos de un sistema profundamente enraizado.
Quizá a muchos de ustedes les parezca un detalle sin importancia, un exangüe argumento que no cambia ni un ápice las implicaciones reales de la ciencia económica. En nuestra humilde opinión, si la base de la argumentación teórica de algo tan importante se basa en una hipótesis totalmente irreal y prácticamente religiosa, además de en una suposición antropológica profundamente errónea, habríamos de reconsiderar cómo ha influido tal visión en nuestra vida. Procuremos no cometer el error de reducir a nuestros antepasados a meros mercachifles autómatas, que se afanaban por intercambiar hasta el infinito en pos de una mayor utilidad.
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