LOS
MAREOS DEL PODER
Quizás a usted, amable lector, le haya
inquietado, en más de una vez, la transformación que suele operarse en
determinados individuos, al sentirse investidos por la autoridad que les otorga
el poder, o bien por el poder que deriva de la autoridad. Y si esto ha sido
así, seguramente, le ha parecido decepcionante
el observar la metamorfosis sufrida por quienes en alguna vez consideramos nuestros amigos, o por lo
menos buenos conocidos, y de pronto gracias a la conquista de muy jugosas posiciones
políticas, olvidaron, de raíz, las relaciones de amistad anteriormente
cultivadas, y los lazos de afecto que parecían indestructibles ante los hechos
y ante las circunstancias de los tiempos.
Más, ¿Por qué se produce ese
cambio tan súbito en quienes, por las razones que se quieran suponer,
alcanzaron posiciones ventajosas?, ¿Por qué el poder, la fuerza o la facultad
de hacer o deshacer, modifica el carácter y la personalidad de los habilitados
con autoridad? ¿Por qué,
personas que en determinado tiempo fueron sencillas y modestas, se
convirtieron, inexplicablemente, en arrogantes, altivas, pedantescas y
autosuficientes?, ¿Por qué? Las respuestas a estas preguntas cobran la forma
que cada uno de los preocupados quiera o pueda darles; sin embargo, al margen
de cualquier tipo de subjetividad, basta decir que tales sujetos adolecen de
perturbaciones graves en su psiquismo; sufren alteraciones profundas en su
personalidad y desordenes sensibles en su pensamiento. Se trata, ni más ni
menos, de paranoicos cuya constitución psicopática se nutre en el egocentrismo,
en el orgullo y en la sobreestimación. Por ello, al salir del anonimato y
elevarse desde la nada, no admiten sus equivocaciones, ni sus defectos, ni sus
fracasos; esta paranoia en la que caen no pocos encumbrados, los hace aparecer
como autoritarios, abusando de la posición que detentan y hasta invadiendo
funciones que no les corresponden.
Esto explica el porqué, pese a
haber vivido con sumisión y sin destellos de aparente grandeza, al lograr tal o
cual puesto o distinción, dan rienda suelta a sus inmerecidos apetitos de éxito
y a la instalación de la demencia. Este parecer puede inducirnos a la
comprensión de la actitud propia de ciertos policías de pueblo o huarache, que
abrigando ambiciones hasta el absurdo, en cuanto se sienten poseedores de una
pistola, de hecho se transforman en mariscales de campo, si no es que en
generales de tres estrellas. Y lo mismo que acontece con los dizques guardianes
que tomo como ejemplo, ocurre con no pocos empleados menores que, en igualdad
de padecimiento psicológico, se adornan con funciones del más alto ejecutivo de
la dependencia a la que presuntamente sirven.
Como se advierte, estos
individuos experimentan o sufren un permanente sentimiento de falta de plenitud
que necesitan compensar de alguna manera, habida cuenta que se encuentran casi
al borde de la neurosis (trastorno funcional del sistema para cuya explicación
no se encuentra lesión alguna). Y lo son tanto más, cuanto que ignoran,
supinamente, que la ostentación no es otra cosa que el efecto inmediato de la
impotencia y que, como lo asienta el filósofo francés Nicolás Malebranche, en
su obra ¿Qué es el hombre?, el orgullo, la ignorancia y la ceguera van siempre juntos, amén de que, vale la pena
agregar, el orgullo es la opinión que equivocadamente se tiene de sí mismo.
Afortunadamente, tan devaluadas
imágenes no se presentan en funcionarios bien nacidos o en personas
equilibradas; esto es, en personalidades que se desempeñan con grandeza de
espíritu, sin arrogancia, sin altanerías, sin megalomanía propia de la
adolescencia, sin vanidad y sin la expresión del desprecio hacia sus
subordinados o simples compañeros de trabajo. Estas son las personas a las que
no marea el poder ni la autoridad que, por ministerio de ley, o por voluntad
del de más arriba, deben ejercer. Estos elementos saben, perfecta y claramente
que el poder es temporal y transitorio y que, por lo tanto, debe conservarse la
sensatez y la seriedad, desplazándose con la plena conciencia de que no hay
nada mejor que tener la necesaria sensibilidad para cada época y para cada
momento. Esta clase de varones sabe comprender que si bien la autoridad
equivale a poder y a potestad susceptible de imponerse, sabe, análogamente, que
la fuerza debe aplicarse de manera racional y no con la común arbitrariedad de
quienes se sienten avalados por el imperio de una función pública.
Estas consideraciones permiten,
cuando se pasa revista a los hombres del gobierno, el darnos cuenta de las
excelencias o de las mediocridades que exhiben a través de sus acciones. De ahí
que sea curioso observar cómo todos los funcionarios que en verdad valen, son
de maneras cordiales y sencillas, pues la grandeza y la modestia se presentan
tan unidas, como unidos han estado, siempre el pensamiento y la palabra, y el
relámpago y el trueno.
Lástima que la magnitud de los
hombres sencillos y humildes sea tan escasa, tan rara, y tan insólita, que hoy,
como en los años del brillante poeta latino Publio Ovidio, también podríamos
decir: simplicidad, cosa rarísima en nuestro tiempo. Y sólo para apostillar el
contenido de este análisis,
traigo a colación el comentario de una conocida persona en relación a ciertos
nombramientos en el gobierno. Decía casi lastimeramente, desde que mi amigo fue
nombrado en un alto puesto, ya no me visita, y cuando lo busco en su casa para
saludarlo y a la vez felicitarlo, no sé si se niega a recibirme, o en verdad no
se encuentra; pero como quiera que esto sea, lo verdadero es que su amistad
para mi cambió por completo. Más lo que no sabe el decepcionado confesante, es
que la amistad del nuevo y flamante servidor público no era auténtica, puesto
que los afectos sinceros no se eclipsan con los aires del triunfo ni se empañan
con el paso del tiempo. Por otra parte, cuando la gente de nuestro pueblo al
señalar a alguien con la puntillosa frase ya se le subió, diríase más bien que
al tipo de marras, desde tiempo atrás ya se le había subido, y lo único que le
faltaba era la oportunidad de demostrarlo.
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