El artista tiene oficio e inspiración, una pulsión que lleva a componer, crear, experimentar e incluso, cuando su territorio creativo se agota, romper normas para llevarnos más allá de los límites establecidos. Y por supuesto, también hay artistas que trabajan por encargo, los que dependen del buen hacer de su interpretación del encargo que le piden.
Corregir es un arte, he oído muchas veces. Sí, como es un arte construir un avión que vuele, un barco que navegue o, por no irnos tan lejos un botijo que funcione y no gotee ni se rompa. Una de esas acepciones de la palabra arte viene a decir que lo complejo exige esfuerzo y conocimiento, un saber hacer que no se aprende de un día para otro; pero eso no es arte, es oficio.
Componer una biblia con tipos móviles como lo hizo Gutenberg hace mucho de oficio, y es innegable que ahora la valoramos como una pieza de arte. Las primeras computadoras tenían poco arte y mucha técnica hasta que llegaron los Mac de Apple. No es broma: en el museo de Arte Moderno de Nueva York se expone uno de los primeros equipos, junto a un bolígrafo Bic y un encendedor Zippo. El arte está en nuestros ojos, en cómo apreciamos el diseño, el color, la forma, los volúmenes, los aromas y tantos otros detalles que pueden convertir hasta un sencillo urinario en una obra vanguardista.
Corregir bien, al igual que traducir bien, hacer una excelente composición, con un papel que se lleve bien con la fuente elegida, son todos oficios que pueden ayudar a ensalzar una verdadera obra de arte.
Un corrector trabaja con una masa de palabras ya creadas, que revisa para que siga siendo armoniosa con la gramática y la composición. Pero no corrige por un impulso espontáneo; un corrector no necesita expresarse a través de su corrección. No hay mensaje en la corrección porque trabajamos sobre el mensaje ya existente.
Los antes citados, Pelegrín Melús y Francisco Millá, llevaban nuestro oficio hasta equipararlo con un arte. Disiento: un artista puede acertar y ser brillante o fracasar completamente siempre bajo su propia y exclusiva responsabilidad. Un artista puede transgredir normas y trabajar a las órdenes de las musas, allá donde lo lleven.
Qué lejos queda todo eso del trabajo cotidiano de los correctores.
Aprecio esa acepción de la palabra arte que nos atribuyen, pero, gracias, esto es un oficio.
Ama a tu prójimo, pero no trabajes por amor al arte
Como no somos artistas, no trabajamos por amor al arte, como conté antes. Pero aclaro: tampoco somos unas sabandijas que sablean al amigo que pide que le echemos una mano. Es raro que un profesional no pueda costearse una corrección. Precisamente no es lo más caro en la edición y sin embargo es un paso imprescindible. La poca valoración de nuestro trabajo unida a la tradicional falta de autoestima profesional han contribuido a que la corrección se considere un lujo: lo importante es el mensaje; el resto es secundario. Nada más lejos de la verdad. Uno puede cantar, tener buenas letras y buen a música, pero cómo arreglan unos buenos arreglos, un micro que no parezca una chicharra, un estudio decente y un mezclador profesional, un proceso de posproducción, una foto decente para la carátula del disco y --a Jorge le gustará esto-- una tipografías que haga aún más atractivo el conjunto.
Igual que en cualquier proceso de edición --cualquiera, desde la impresión en casa y en el trabajo (esos informes que no tienen por qué ser infames, sino atractivos), hasta la edición profesional para distribuir en papel o en digital--, todos los pasos del proceso de edición sin imprescindibles. La corrección es imprescindible (lo habría escrito en mayúsculas, pero Xosé me habría emasculado por ello; es así; no lo provoquen).
Es tan necesaria que nadie en su sano juicio deja un producto excelente plagado de erratas, para mayor vergüenza de sus autores. Aquí, en producto caben ensayo, novela e, insisto, un informe, un contrasto o una horrorosa licitación que tenga que leer cualquier humano alfabetizado sin que le sangren los ojos.
Por eso, como es un trabajo profesional, ejecutado por personas que han invertido horas de formación y lo que parecen siglos de experiencia, ¿cómo van a hacerlo gratis? Si un cliente vuelve a pedirle que trabaje gratis, imagíneselo de nuevo frente al carnicero. No falla.
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