A lo largo de estos años he tenido la oportunidad de conocer a muchos detractores de la RAE; y no solo de la RAE, sino de las demás Academias que también son reales. Y también me he topado con muchos de esos académicos, así como con el personal que ha trabajado para las academias en la elaboración de sus diccionarios. Es un territorio controvertido, ya que las razones que se exponen para forjar una normativa práctica para todos los hispanohablantes no siempre están fundadas en propuestas objetivas --que serías lo deseable--, sino en decisiones subjetivas que se deben acatar siguiendo un modelo jerárquico poco realista. Y los de letras no somos precisamente jerárquicos. Entre nuestros males puede haber una arraigada pasión por el tradicionalismo, que puede llevar a convertirnos en puristas y negacionistas de la parte de la evolución que nos toca, pero no somos muy dados a seguir el orden de una cadena de mando; en todo caso se venera a las autoridades hasta llevarlas a pedestales, ya que, al estar lejos del método científico, el único sistema que se puede imponer en un sistema arbitrario es el del criterio y la argumentación de especialistas. Es decir: no es perfecto. Por eso la idea de una academia del lenguaje llena de especialistas parecía una buena idea, como debió de parecerle a Juan Manuel Fernández Pacheco, allá en los albores del reinado de Felipe V.
Las propuestas de cambio y regularización de esta institución han sido seguidas de réplicas de otros autores, también certeras pero, al no formar parte de la entidad, han quedado como versos sueltos con mayor o menor éxito, como fue el caso de Bello o Casares.
De cualquier modo, a pesar de lo que se diga, ni la RAE ni ninguna otra academia tienen un departamento que persiga a disidentes -por más que estos se sientan víctimas-- y mucho menos una infanterías que vigile que los hablantes sigan sus reglas. De hecho, los correctores --a quienes se nos ha atribuido en ocasiones ese papel de infantería o apisonadora de la RAE-- somos quienes adaptamos las normas académicas y las de los manuales de estilo para facilitar a los lectores un texto comprensible, coherente y unificado. Y también somos quienes comprobamos que las normas que con más frecuencia se incumplen no son precisamente las más polémicas, sino las que la inmensa mayoría de los profesionales del texto mantenemos en común acuerdo: tildaciones, usos de las mayúsculas o usos de la puntuación.
Así, no existe una infantería de la RAE ni comandos Sousa ni liga armada Zorrilla.
Nadie corrige el estilo de nadie
Nadie quiere que lo corrijan, pero le encanta que lo asesoren. Esta es una de mis máximas. Los correctores tenemos un nombre desafortunado porque define con precisión lo que hacemos. Que nadie se llame a engaño: sí, corregimos tus textos. Y eso precisamente es lo que nos echa a perder: nadie quiere ser corregido, es una forma de reconocer que ya te estás equivocando, que hagas lo que hagas va a venir una persona que se considera capaz de destacar tus defectos. Horrible, ¿verdad? Bien, pues para mejorar la cosa, hace muchos años alguien decidió que sería mejor aún que nos llamáramos no solo correctores, sino además de estilo, lo que hoy día no ayuda en absoluto a granjearse la amistad de un cliente que te necesita pero no sabe exactamente qué haces.
Miremos al mundo anglosajón. Yo lo hago a menudo porque muchas de nuestras incógnitas se resolvieron allí hace tiempo y pienso que reinventar la rueda es un sinsentido. Es verdad que tenemos problemas propios para los que necesitamos soluciones locales. Pero allí no hay correctores de pruebas ni de estilo, sino proofreaders y copyeditors: nadie se ofende. Porque si ya es maslo que alguien te vaya a corregir, peor aún es que ese alguien tope tu estilo.
Pienso que tendríamos que conseguir lo que hicieron los proctólogos. Miras lo que dice la RAE de ellos: proctólogo, ga. 1 m. y f. Med. especialista en proctología. Y ya está, nadie se siente aludido porque casi nadie sabe cómo llamaban los griegos a la parte donde termina la espalda,
Copyeditor no está mal, per no funciona en español. Ese copy inglés proviene del francés antiguo copie que quería decir algo así como cuenta escrita; este, a su vez, del latín medieval copia con el significado de reproduciré o transcribir; y este finalmente del latín copia, es decir, mucho. Mucho-editor o el-que-edita-mucho me parecería un excelente desarrollo etimológico, pero claro, mis notas en la asignatura de historia de la Lengua Española dejan mucho que desear.
En realidad, los correctores de estilo nunca, repito, nunca corrigen el estilo de nadie. Recibimos ese nombre porque antiguamente, en cesa primera lecturas, además de corregir había que ajustar el texto a las normas de composición del manual de estilo de la imprenta o editorial.
Yo pienso que deberíamos borrar este nombre del mapa y llamarnos asesores lingüísticos. Recuerda: nadie quiere que lo corrijan, pero adora que lo asesoren.
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