¡Y ahí van de nuevo las campanas! pensó el rey cuando escuchó sonar las campanas por séptima vez durante ese día, y justo cuando estaba a punto de firmar el que tal vez fuese el tratado más importante en la historia de su reino.
Miró impotentemente a los ojos de su invitado con una sonrisa de disculpa dibujada en los labios. Su invitado no era un hombre ordinario, era el rey de unas tierras lejanas y prósperas. Durante los meses pasados, habían estado sosteniendo discusiones importantes referentes a la posibilidad de un acuerdo comercial entre ambos países.
Y las campanas habían interrumpido las discusiones continuamente.
Había notado que su invitado encontraba difícil esconder su exasperación. Después de todo, había recorrido un largo camino desde tierras distantes y ¿no era acaso la obligación del anfitrión prestarle a su invitado toda su atención?
Sin embargo, cada vez que sonaban las campanas, tenía que disculparse y salir.
El primer rey, que gobernaba el país, había instalado estas campanas. Lo había hecho como un símbolo de su gratitud al pueblo que lo había escogido para que fuese su monarca. En cualquier momento del día o de la noche, cualquier sujeto con algún problema podía entrar y tañer la campana y el rey debía resolver el problema de inmediato.
En esa época, la población era escasa y el rey conocía a cada uno de sus súbditos por su nombre. Pero con el correr de los años, el reino se había expandido rápidamente y la población se había multiplicado. Sin embargo, la tradición continuaba, y las campanas daban testimonio del servicio generoso rendido por los reyes.
El monarca presente encontraba estas campanas particularmente irritantes. Cuando estaba en medio de una discusión grave, la campana sonaba y tenía que interrumpir la discusión y atender al problema. Cuando estaba comiendo, la campana sonaba nuevamente y tenía que apresurarse a salir. Después de un duro día de trabajo, cuando se estaba quedando dormido pacíficamente, la campana sonaba de nuevo. Pero tenía que cumplir con el último consejo que le había dado su padre en su lecho de muerte.
Recuerda hijo, cuando suene la campana, no importa cuán importante sea el trabajo que estés haciendo en ese momento, hazlo a un lado y atiende inmediatamente a los problemas de tu pueblo, porque nada es más importante que resolver las dificultades de tus súbditos.
Pero ahora estaba encontrando imposible pensar, comer o hasta dormir... pacíficamente.
Cuando el tratado fue firmado finalmente y el invitado despedido, el rey llamó a su asesor a sus habitaciones. El asesor había sido su tutor desde la infancia.
Estoy pensando en quitar esas campanas, dijo el monarca.
El asesor lo miró como si hubiese cometido el pecado más deplorable en el que pudiera pensar.
¿Cómo puede pensar en eso? Eso sería el abandono de sus deberes; usted es un sirviente de su pueblo y los problemas de sus súbditos son su primordial prioridad, protestó.
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