lunes, 10 de octubre de 2016

Las campanas. Parte 2.

Reverendo señor, yo solo intento servir mejor a mi reino al quitar esas campanas.

¿Y cómo podría eso ser posible?

Sólo piensa en todos los problemas a los que atiendo todos los días. La mayoría de ellos son triviales, hasta tontos. ¿Es necesario un rey para atender tales asuntos? ¡Cielo santo! Un hombre ordinario con sentido común puede resolver estos problemas. El tiempo de un rey es precioso y hay asuntos más grandes y graves a los que atender.

¿Y entonces que estás sugiriendo?

Dividir el reino en diez provincias. Identificar a once hombres, hombres con sentido común, hombres que sean prácticos. Señor, me gustaría que tú identificases a estos hombres y que les enseñes las leyes de nuestra tierra de la misma manera en la que me enseñaste a mí. Haz once copias de nuestros libros de leyes a los que sólo tú y yo hemos tenido acceso y luego entrégaselos a ellos. Cuando su entrenamiento ewsté completo, el más sabio será nombrado en el palacio como el consejero en jefe y el resto será puesto a cargo de las provincias. Que la gente recurra a ellos.

Al inicio de cada semana que se reúnan en el palacio, bajo la guía del consejero en jefe y que discutan entre ellos cualquier asunto que no hayan podido resolver. Si todavía no pueden llegar a ninguna solución, entonces el consejero en jefe puede venir a hablarlo contigo y conmigo. En otras palabras, yo sólo manejaré aquellos problemas de mi pueblo que el consejo no pueda resolver. Eso me dejará tiempo suficiente para tratar con otros asuntos importantes, dijo el rey.

Los ojos del asesor se encendieron.

¿Porqué nadie pensó en eso antes? Pero, ¿Qué pasa si se equivocan? preguntó el asesor.

¡Ah! Creo que podremos vivir con ello, por el momento. Ellos deben poder cometer errores, pero no podrán cometer el mismo error dos veces, dijo el rey.

La búsqueda de los once hombres más sabios dio inicio. Mientras tanto, se hicieron once copias de los libros de leyes. Los once hombres fueron identificados y llevados a palacio. Allí, el asesor les enseñó las leyes de la tierras tal y como se las había enseñado al rey. Cada vez que sonaban las campanas, el rey llevaba con el a los once hombres a fin de que pudiesen obtener conocimiento de primera mano sobre cómo manejaba los problemas de su pueblo. Gradualmente, ellos comenzaron a resolver los asuntos de los súbditos ante la presencia del monarca.

El rey luego dividió el reino en diez provincias. El más sabio de ellos fue entonces nombrado en el palacio consejero en jefe y los diez restantes fueron puestos a cargo de las diez provincias. El rey dio entonces órdenes de que las decisiones de éstos se cumpliesen; pero también dejó claro en la orden que no tenía intenciones de distanciarse de sus queridos súbditos y que sólo quería servirlos mejor.

Al principio, la gente se sintió infeliz, dado que el acceso directo al rey del que habían disfrutado ahora les era negado. Renuentemente se acercaron a los diez hombres. Pronto se dieron cuenta de que éstos estaban resolviendo sus problemas de la misma manera en la que lo hacía su rey; además, no tenían que viajar todo el camino hasta palacio.

Al inicio de cada semana, los diez hombres se reunían en el palacio, bajo la guía del consejero en jefe, y discutían entre ellos asuntos que no habían podido resolver. Si aún les resultaba imposible llegar a una solución, el consejero en jefe discutía el mismo asunto con el rey y el asesor.

El rey podía ahora concentrarse en asuntos importantes.

Las campanas fueron quitadas del palacio.

El rey ahora podía pensar, comer y dormir... pacíficamente.

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