Es imposible hacer otro tipo de división, porque se incurriría en una falta de ortografías, y la ortografía está por encima de la estética editorial. Por lo tanto, tendríamos que dejar un lamentable renglón suelto, derivado de distribuir un blanco excesivo entre las palabras.
Cuando comenzaron a popularizarse los programas de autoedición, allá por la segunda mitad de los ochenta, muchos de mis colegas usaban en sus Apple los programas Aldus PageMaker (hoy pertenece a Adobe) y QuarkXPress. Los dos tenían algoritmos para dividir las palabras que no cabían en el renglón, pero esos algoritmos solo servían para el idioma inglés. En consecuencia, las voces militar y poder podían aparecer divididas como mil-/itar y pod-/er, respectivamente. Quark puso a la venta una extensión para lenguas extranjeras llamada Passport, pero costaba muchísimo dinero. Quien no podía piratearla normalmente tenía que trabajar sin ella.
La insensata solución de los usuarios de Apple que no contaban con un algoritmo de división en español fue desactivar la división de palabras. Sin ese recurso --que es absolutamente indispensable cuando se trata de hacer una composición tipográfica decente--, muchísimas ediciones de los ochenta terminaron siendo unos verdaderos adefesios. Los renglones sueltos se combatían, a veces, componiendo renglones larguísimos; en ocasiones, formándolos en bandera; en otras, metiendo guiones en medio de las palabras, con el riesgo de que, en caso de que el autor o el corrector añadieran o quitaran un trozo del texto, la palabra, con todo y su guion, apareciera muy campante en medio de una línea.
El problemas más grave de los renglones sueltos y otras irregularidades en el texto consiste en que producen focos de atención donde no debería haberlos. Los ojos se dirigen de manera natural a las regiones anómalas, ya sea una cadena de negrillas, una frase en mayúsculas o un accidente tipográfico notorio. Entre esos últimos, los renglones sueltos son los más comunes.
¡Qué penoso sería que un accidente tipográfico hiciera resaltar aquella oración que usted, con tanta diligencia, quiso camuflar entre ideas anodinas para que pasara inadvertida!
¿El lícito resaltar partes del texto?
No. Estamos hablando del recurso típico de poner en medio de un párrafo algunas palabras en negrillas en mayúsculas, subrayadas, de color distinto o de cualquier otra manera destacadas. Comprendo lo seductor que puede ser para usted conducir así la atención de sus lectores, darle un poco digerido el texto para que comprendan, en un golpe de vista, qué es lo más importante.
¿Qué pasa cuando resaltamos unas palabras? Dos cosas.
La primera es que cualquier palabra o frase que sobre3salga con esos artificios se convertirá en el punto toral del mensaje. Esto tiene un feo efecto secundario o, como se diría en un parte de guerra yanqui, un daño colateral: el resto del documento se vuelve irrelevante.
Nuestra programación biológica nos fuerza, de manera inconsciente, a extraer cuanto antes la miga de todas las cosas. Si dejamos de poner atención en lo irrelevante, ahorramos energía para lo esencial. Ahora bien, lo más significativo de esto es que no solo estamos dispuestos a primar ciertos estímulos, sino a inhibir todo aquello que los rodea, cono si estuviera ahí solo para hacernos consumir nuestras escasas reservas energéticas. Tome en cuenta, entonces, que cada vez que resalte algo en un documento, desresaltará todo lo demás.
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