La mayoría de la gente --y aquí incluyo a muchos notables del diseño tipográfico y editorial-- cree que, en la medida en que mejoramos nuestras habilidades lectoras, dejamos de reconocer las letras como signos individuales y comenzamos a leer sílaba por sílaba. Conforme acumulamos habilidades, dejamos atrás las sílabas para reconocer las palabras completas y, luego, en el colmo de la destreza, llegamos a identificar frases familiares en un simple golpe de vista.
Hasta hace poco, esta era también la teoría de los especialistas en el campo de las neurociencias. Sin embargo, las investigaciones han llevado a desechar este modelo del reconocimiento de grupos por uno de identificación de rasgos. En resumidas cuentas, la teoría más aceptada dice que ni siquiera leemos letra por letra, sino que alcanzamos apenas a reconocer los rasgos --las astas-- como si fueran piezas individuales. En un nivel aún más alto, asociamos unas astas con otras para formar las letras, y, más adelante, son ciertas asociaciones de letras, las que invocan a las palabras que tenemos almacenadas en el lexicón de la memoria.
El acto de distinguir los rasgos constitutivos de cada signo debe de ser tremendamente efectivo, puesto que tenemos muy poco tiempo para escanear el punto donde los ojos se fijan. Ese tiempo cortísimo suele durar entre un cuarto y un tercio de segundo, y, no obstante tiene que ser suficiente para que identifiquemos los rasgos de unas cinco letras, así como para calcular en qué punto del texto debemos hacer la siguiente fijación.
Los ojos, durante la lecturas, actúan al máximo de su capacidad. Por lo tanto, cualquier error, distorsión o falla en el texto pueden estropear el acto de leer. Así que, si deseamos dar al lector un texto que pueda disfrutar relajadamente y descifrar con precisión, debemos usar un tipo de letra sumamente convencional. Sí, este puede ser el consejo más aburrido y desalentador, sobre todo cuando en el mercado hay miles y miles de tipos fascinantes.
Si lo que usted busca es que las páginas resplandezcan por su salerosa personalidad, no ponga ese gravamen en las letras (a menos que el texto no tenga la menor importancia). Mejor, escoja sus tipos en un catálogo de letras para texto --aun así son aburridas y demasiado familiares-- y suéltese el pelo con los titulares, las imágenes y demás elementos.
La medida
Cuando los ojos se nos cierran con el libro en las manos, marcamos la página donde hemos dejado la lectura y cerramos el volumen; pero, antes de dejarlo en la mesita de noche, lo vemos de canto y nos alegramos por lo mucho que hemos avanzado. Sí, porque la sensación de avanzar es un o de los estímulos más importantes en la lectura. La percibimos conscientemente al terminar un capítulo, al dar la vuelta a una página e, incluso, al terminar un párrafo largo; inconscientemente, también sentimos ese efecto alentador en progresos más sutiles, como cuando llegamos al final de un renglón. Avanzar y, al mismo tiempo, estimar con emoción lo que falta para concluir la tarea son premios de la mayor importancia a la hora de leer.
Por eso, una de las principales cualidades de un texto bien compuesto es la medida justa, es decir, la adecuada longitud de los renglones. Veamos cuando la medida es demasiado extensa, el lector debe pasar mucho tiempo en cada renglón. Esto no solo hace que la estimulación suceda con parquedad, lo cual ya es bastante malo, sino que, cuando el párrafo es más o menos extenso, el lector pierde frecuentemente el renglón continuador. Créame: un texto de geometría complicada podrá ser espectacularmente bello, pero será siempre muy fastidioso de leer. Ahora bien, si los renglones son demasiado cortos...
La mayoría de los textos se componen justificados, es decir, alineados por ambos lados de la columna. Por regla general, la justificación se consigue abriendo los espacios entre palabra y palabra, con lo que algunos renglones quedan un poco más espaciados que otros. Mientras esas diferencias no sean muy acusadas, la composición se verá bien. Por lo tanto, el compositor del texto debe determinar un rango admisible de espaciamiento --de cierto mínimo a cierto máximo--, uno que, a su juicio y de acuerdo con las condiciones del texto, haga que las diferencias entre renglón y renglón sean apenas perceptibles y no molesten al lector. El mayor problema surge cuando las palabras se separan en demasía. Se produce entonces un renglón suelto o flojo, que es un defecto muy pero muy requetemuy feo.
Lo malo de los renglones sueltos no es solo su gran fealdad, sino las perturbaciones que generan en la lectura. Esto se debe a que, más allá del punto de fijación, aprovechamos la información visual periférica para programar los subsiguientes saltos sacádicos. Como somos máquinas de hacer predicciones, esa información borrosa y muy fragmentada sirve para que hilvanemos mejores hipótesis del sentido. Dicho de otro modo, tener una vislumbre de lo que vamos a leer nos ayuda a entender lo que ya hemos leído. En resumen, si las palabras están demasiado separadas, se rompe el ritmo de la lectura y el lector pierde la posibilidad de aprovechar la información visual periférica.
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