El tono gris depende de los factores que he venido mencionando, y entre ellos destacan el grosor de las astas (los trazos que constituyen las letras) y la geometría de los caracteres. En general, las letras de astas gruesas y, en particular, las negrillas originan los rectángulos más oscuros. No es esta, sin embargo, una regla general, toda vez que los espacios interiores de las letras, las separaciones entre unos caracteres y otros, la interlínea u la longitud de las astas ascendentes y descendentes, entre varios factores, contribuyen a aumentar o reducir los blancos.
Con todo, los grises tipográficos suelen ser muy pálidos: de un ocho a un quince por ciento de negro, aproximadamente. Por lo tanto, cuando queremos producir constantes muy notables, los diseñadores editoriales no tenemos más remedio que recurrir a letras blancas sobre fondos de color. El resto del tiempo debemos conformarnos con diferencias de tono que rara vez sobrepasan del 10%.
Lo curioso es que los lectores no se dan cuenta de que las diferencias son así de sutiles. A la mayoría de mis alumnos, estudiantes avanzados de diseño editorial, les cuesta mucho trabajo identificar el verdadero tono de gris de un texto. Comienzan convencidos de que la columna es mucho más oscura de lo que es en realidad. Si les pido que remplacen el rectángulo de texto de una revista con un rectángulo gris del mismo tono y dimensiones, escogen, por lo general, grises que van del 40 al 80%. Esta es una de las razones por las que resulta tan difícil hacer un buen diseño editorial: cuando se trata de letras, nuestra percepción sensorial se mofa de nosotros, y este no es el único fenómeno que lo demuestra.
La lectura
Como cualquier acto cognitivo, la lectura es algo sumamente complejo. Veamos: tome en cuenta que los críos son inducidos a leer desde muy temprana edad, por ahí de los seis años, y que, antes, caso todos ellos han tenido acercamientos informales a la lectura. No falta, por ejemplo, quien les mete en la cuna juguetes con letras, les cuelga baberos de animalitos alfabéticos o etiquetas su cuarto y sus pertenencias con grandes caracteres de colores.
Después, en los tiempos de la educación formal, los niños pasan una buena parte de la jornada escolar aprendiendo a leer o adquiriendo información a través de la lectura. De ahí en adelante, y hasta bien entradas en sus carreras universitarias, muchos irán extendiendo paulatinamente esos tiempos diarios de lectura, a los que, en el mejor de los casos, añadirán novelas, poesía, cuentos y otras fuentes de placer literario. Imagínese que, en vez de poner todo ese tiempo en la lectura, lo dedicaran a jugar al tenis: ¡serían unos fenómenos de la raqueta! Ahora, por favor, no se me vaya por las ramas ni se me deprima; evite hacer cuentas de lo que gana un buen lector comparado con lo que gana un buen deportista, incluso uno analfabeto.
Cuando reflexiono acerca de cuánto tiempo y esfuerzo dedicamos a la lectura, me doy cuenta de que se trata de la proeza más grande que puede lograr un humano.
En esencia, la lectura es una toma de información parcial. Esto es porque no vemos las palabras completas, sino que nuestros ojos saltan de un punto del texto a otro pasando por alto, más de la mitad de la información. El cerebro completa el sentido mediante pronósticos que se verifican o corrigen en las siguientes sacadas, que es como se conocen esos movimientos oculares. En la medida en que vamos integrando palabras y giros gramaticales a nuestro léxico, el proceso de adivinación se hace más fácil, rápido y exacto.
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