Cualquier libro o revista si no es ya parte de un a colección, es, en potencia, la primera pieza de un conjunto. Entonces, si el diseño editorial de ese producto singular ha de admitirse como el modelo de partida, al encargarnos de su diseño sentamos las bases de muchos volúmenes más. Un diseñador editorial debería siempre ampliar su visión y tomar en cuenta numerosas hipótesis, si no quiere que el destino lo atrape con los dedos tras la puerta. Lo que les recomiendo, para comenzar un trabajo, es que se hagan con un buen tipo de letra: deben asegurarse de que tenga todas las variaciones necesarias y, si es posible, de que incluya también una amplia colección de signos auxiliares.
La compra de una buena letra completa es una de las inversiones más útiles que pueda hacer un diseñador de documentos. Un tipo elegido así no sólo nos viene como un traje hecho a la medida; con el tipo podemos llegar a conocerlo y usarlo con una maestría notable.
muchos grandes diseñadores han sido reacios a cambiar de fuete tipográfica a lo largo de los años. Se dan cuenta de que con un tipo bien equilibrado pueden emprender prácticamente cualquier proyecto. Para otros, sin embargo, el encanto del diseño con letras reside en combinarlas virtuosamente.
La textura tipográfica
Un texto bien compuesto forma una textura uniforme, de ahí que algunos nos refiramos a la columna como el rectángulo gris. Sin embargo, las letras de nuestro alfabeto son objetos muy disparejos. Analícelas con cuidado y descubrirá fácilmente que las similitudes son opacadas por las diferencias. El diseño de letras es una disciplina difícil porque se trata de crear conjuntos monótonos a partir de unidades desiguales.
Para algunos grandes tipógrafos de la historia, la mayor homogeneidad entre caracteres fomenta la legibilidad; otros, en cambio, creemos que las letras del alfabeto deben compartir entre sí la menor cantidad de rasgos para distinguirse bien. No obstante, en lo que estamos de acuerdo todos es en que, independientemente de las formas que tengan las letras individuales, la textura tipográfica debe ser perfectamente regular.
Dotar de homogeneidad al texto es, sin duda, una gran manera de contribuir a la belleza de la página --algo, por cierto, de mucho mérito--. Sin embargo, la meta más importante de la uniformidad es evitar los accidentes tipográficos. Todos los textos están llenos de signos desbalanceados, de rasgos que rompen la alineación, de regiones más negras que otras, de espacios y signos de puntuación que se encadenan formando blancos lastimosos..., así que uno de los deberes del diseñador de letras de texto es procurar que estos tropiezos tengan el menor efecto posible en la textura de la página. La razón es simple: los accidentes tipográficos llaman la atención del lector, cuando el autor es el único responsable de llamar la atención hacia alguna parte del texto. Si el autor no acierta a destacar lo cardinal mediante su propio recurso, que es la prosa, no será --no debería ser-- el compositor tipográfico quien le enmiende la plana con unas negrillas.
Tono
El buen compositor editorial procura que las columnas de texto sean texturas perfectamente uniformes. Este ha sido el ideal casi desde la invención de la imprenta y, si me apura, incluso desde antes. Las columnas de la Biblia de 42 líneas de Gutemberg, por ejemplo, son un modelo de homogeneidad tipográfica. De hecho, el impresor maguntino enfrentó dificultades técnicas muy importantes en su afán de lograr esa uniformidad.
Las separación es entre las palabras, la geometría y el grosor de los trazos de las letras, el espacio entre renglón y renglón y el equilibrio entre blancos y negros contribuyen a producir superficies grises monótonas. Si esto se lleva al extremo, el diseño editorial se reduce al arte de acomodar rectángulos grises en las páginas, como si estas fueran obras del neoplasticismo.
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