viernes, 6 de abril de 2018

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Las asociaciones accidentales rara vez son buena base para una selección tipográfica. Los poemarios del poeta judeoestado.unidense del siglo veinte Marvin Bell, por ejemplo, a veces han sido compuestos en el tipo Bell --el cual es dieciochesco, inglés y presbiteriano-- solo por el nombre. Estos juegos de palabras son divertimentos privados de los tipógrafos. Sin embargo, una página tipográfica tan bien diseñada que llegue a brillar con luz propia debe basarse en algo más que chistorete.

Definitivamente, Bringhurst también es un tipo con carácter.

El surtido tipográfico
El número de signos con que cuenta un compositor tipográfico ha sido siempre una cuestión meramente técnica. Se dice que Gutemberg produjo 288 matrices para hacer su Biblia de 42 líneas, aunque los  estudios más recientes afirman que fueron muchos más. Esto es lógico, porque en el amplio surtido del maguntino había varias versiones de las letras más comunes, sólo que fundidas en diferentes espesores. Ese era el secreto de Gutemberg para lograr la justificación sin modificar los espacios entre las palabras.

En español tenemos 29 letras, dice la RAE. Véase, si no, la definición de zeta en el diccionario de la corporación: Vigésima novena letra del abecedario español, y vigésima sexta del orden latino internacional... Las tres que tenemos de más con respecto al orden latino internacional son la CH, la LL y la Ñ. Las dos primeras son letras en lo oral, pero dígrafos en lo escrito. Con respecto a la eñe, hace siglos también era un dígrafo, nn, pero la segunda letra se escribía frecuentemente como una rayita (llamada virga) encima de la primera. De modo que, en mi cuenta personal, hasta aquí llevamos veintisiete.

Lo que no se entiende es qué hacen en ese grupo la K y la W. La única explicación, para mí, es que la w sirve para que los españoles puedan escribir los nombres de sus reyes godos y, de paso, torturar así a sus niños de primaria, que deben aprendérselos de memoria. Y la k... Dígame usted qué tiene que ver con nuestro idioma la pobre k: ¡nada! Está en el alfabeto porque la traían los latinos, que sin ella no podían escribir kirie o kyrie ni kalendas.

En fin, aún preservando las normas ortográficas, para escribir en español podríamos arreglárnoslas muy bien con tan solo veinticinco letras minúsculas, veinticinco mayúsculas, diez números, un puñado de signos de puntuación, cuatro signos de entonación y un moderado conjunto de caracteres auxiliares. El problema es que este surtido no lo aprobaría una adolescente con telefonito. Ella, para expresarse como quiere, necesita sus caritas, corazones, bailarinas, perritos... Por cierto, yo también.

Los compositores tipográficos también necesitamos montones y montones de chirimbolos. De las familias tipográficas para libros podríamos decir que deben abarcar variaciones diacríticas y variaciones estilísticas. Entre las primeras estarían las redondas, las cursivas y las versalitas; entre las segundas, una gama de pesos que reconocemos con palabras no estandarizadas, como extrafina, fina, normal, de texto, negrita o negrilla, gruesa, entre muchas.

A fin de cuentas, para la composición de buenos documentos solo son indispensables las variaciones diacríticas de un estilo básico; las estilísticas pueden dejarse para los títulos y otros efectos estéticos.

Compre una buena letra
Aunque la tecnología tipográfica nos permite hoy almacenar en un solo archivo muchos miles de letras, un surtido normal de redondas suele ser de unos cuatrocientos a quinientos caracteres. Si en el mismo archivo digital se incluyen las versalitas, como sucede con muchos buenos tipos en el formato Open Type, el conjunto sube a unas ochocientas o mil piezas. Las cursivas, que son un archivo aparte, duplican la suma, pues debe haber un carácter en cursiva prácticamente para cada redondo, versalitas incluidas.

Con un surtido así, podemos editar documentos en casi todas las lenguas de Europa; pero, sí se tratara de libros de matemáticas, misales, diccionarios con etimologías o revistas del corazón con horóscopo, nos veríamos obligados a echar mano de una segunda fuente tipográfica. A menudo, esta segunda fuente resulta estéticamente incompatible con la principal. En las publicaciones no faltan palabras en griego compuestas con un tipo romano antiguo y un tanto ornamental en medio de una página hecha con un sobrio y moderno paloseco. ¡Uf, se ven muy mal!
 

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